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¿Nueva normalidad?

El otro día me encontré con mi vecina del segundo. Hacía semanas (desde que comenzamos con este particular retiro) que no nos veíamos, pero después de los días raros nos habían dejado a salir a pasear por franjas horarias.  A mí me costaba vestirme con algo distinto que no fuera el pijama, así que decidí reconectar con el mundo poniéndome un chándal un poco brillante y antiguo que había encontrado en el último cajón del armario.

Nos cruzamos en el portal, los dos con nuestras mascarillas. La mía, una que nos había echado al buzón el Ayuntamiento, la suya, una negra de lunares blancos con las cintas rojas. A los pocos segundos, me di cuenta de que, al respirar, las gafas se me empañaban. Y así, con mi chándal brillante, mi mascarilla blanca y mis gafas llenas de vaho, me topé con la vecina del segundo, que volvía con su extraña mascarilla, sin gafas y los ojos brillantes.

Cuando la vi, tuve el impulso de acercarme a saludarla, pero ella dio un pequeño salto para atrás y pegó la espalda a los buzones. Decidí también yo alejarme un poco para cumplir con la «nueva normalidad», expresión que ya me estaba empezando a sonar a cantinela, y le dije tratando de vocalizar lo mejor posible detrás de la mascarilla:

—Qué raro se hace ver a alguien después de tantos días.

—Normal —contestó ella.

—¿Te refieres al normal de antes o a la nueva normalidad?

Como tenía las gafas empañadas y me estaba empezando a sudar el escaso bigote que me había dejado durante el retiro, no pude ver bien su expresión cuando murmuró un desvaído «adiós» y subió a toda prisa por las escaleras.

Regresé del paseo mareado, debía de ser por el exceso de oxígeno, y antes de subir a casa me detuve en el pequeño supermercado de la esquina que durante estas semanas me ha abastecido de lo necesario. Llevaba las gafas sobre la cabeza, porque enseguida me había apercibido de que la mascarilla y las gafas eran incompatibles, lo que me había llevado a pensar si mi nueva normalidad iba a consistir en ir con la boca tapada, el bigote sudado, un chándal brillante y la visión borrosa.

Cuando estaba esperando a que me atendieran, escuché a una pareja que, desde la entrada de la tienda, charlaba con otra pareja situada en la acera. La mujer borrosa que estaba en la calle contaba con cierto orgullo todos los síntomas que había tenido por el coronavirus mientras su marido permanecía a su lado en silencio y mirando para otro lado, quizá hastiado de escuchar otra vez la misma historia. Avanzado el relato de los diversos males que había padecido, la mujer comentó, todavía extrañada, cómo era posible que su marido no se hubiera contagiado si los dos beben siempre del mismo vaso. No es que hubieran bebido puntualmente del mismo vaso, sino que la mujer explicó (con un gran gusto por el detalle) que ellos normalmente beben del mismo vaso, incluso en las comidas.

Me quedé observando a aquella pareja y pensé que para ellos la «nueva normalidad» iba a suponer algo tan revolucionario como empezar a utilizar dos vasos. Mientras continuaba esperando, no pude evitar imaginármelos en la mesa a la hora de la comida, inquietos y desazonados por tener que beber cada uno de su propio vaso. Me parecía complicado que la mujer y el hombre pudieran acostumbrarse a este nuevo hábito tan radical, hasta tal punto que visualicé a la mujer bebiendo del vaso de marido a escondidas cuando este se levantaba a por la botella de aceite. El hombre, ya en los postres, le pediría a su esposa que le acercara por favor un yogur de la nevera solo para hacer lo mismo y beber del vaso de su mujer y sentir, aunque fuera por unos momentos, que todo era como antes y nada había cambiado.

Yo, como vivo solo, no tengo estos problemas, así ya en casa que me puse a reflexionar sobre cómo me podía afectar a mí la nueva normalidad. De momento, pensé que me tendría que acabar afeitando mi ralo bigote que, bajo la mascarilla, se había convertido en una especie de fuente sudorífera. Sin embargo, hasta que me reincorporara al trabajo, podía seguir en pantalón de pijama y un jersey informal que usaba cuando tenía videoconferencia con el jefe.

Asomado a la terraza me pregunté cuánto tiempo se supone que tiene que pasar para considerar algo como normal. Para mí, después de ocho semanas en pantalón de pijama, eso se había convertido en «normal» y me costaba aceptar que la nueva normalidad fuera volver a usar traje y corbata.

—Cómo te ha crecido el potos —escuché que me decían.

Era una voz de mujer que ignoraba de dónde procedía.

—Chsss, chsss. Aquí, arriba.

Yo, que vivo en el primero, eché la cabeza para atrás hasta que vi que quien me hablaba era una vecina del segundo, quiero decir otra vecina del segundo. Era una mujer de cuarentaitantos con un pañuelo en la cabeza del que escapaban unos mechones canosos. No suelo hablar con ella, salvo los saludos de rigor, porque siempre va corriendo de un lado para otro con dos niños pequeños y porque yo no soy de hablar mucho con los vecinos.

—Normal —dije.

—¿Y eso? —preguntó.

—No sé —dije quedando como un patán.

—Entonces, ¿por qué lo has dicho?

—No sé —insistí en mi necedad.

La vecina se iba a retirar cuando dije:

—Es que como todo el mundo habla últimamente de lo que es normal y no lo es… Por eso lo he dicho.

—¡Ah! Ya veo que eres de los míos.

Como no sabía qué decir ni quiénes eran los suyos exactamente, traté de asentir con la cabeza, cosa harto difícil porque tenía el cuello tronchado para atrás.

—Estoy hasta las pelotas de la nueva normalidad —dijo con brío–.  Pero ¿qué gilipollez es esa? ¡Menudo timo! ¿Sabes lo que la dichosa expresión quiere decir en realidad?

Hice un gesto de negación que me ayudó a aliviar la presión del cuello.

—Pues que lo que se nos viene encima es una mierda. A eso es a lo que nos vamos a tener que acostumbrar.

La mujer, de la que solo veía su cabeza con el pañuelo y las canas, se calló, acaso esperando una réplica por mi parte. Traté de contribuir al debate lo más dignamente que pude, pero solo me salió esto:

—Pues yo no pienso quitarme el pantalón del pijama. Quiero decir para estar en casa.

—Exactamente. ¿Sabes lo que va a pasar cuando salgas a la calle dos días seguidos con ese chándal tan brillante que llevas puesto? Pues que te van a llamar friki, raro, pasao de la vida, incluso antisistema. ¿Y qué sucederá a continuación? Pues que volverás a ponerte el traje y la corbata y a seguir comprando y consumiendo.

Parecía que había terminado su pequeño y enérgico discurso cuando abrió los brazos de par en par y empezó a gritar con todas sus fuerzas.

—¡Comprad, comprad, malditos!

Esbocé unas sonrisa por si podía consolar de alguna manera a aquella mujer.

—¿Te hace gracia? Más gracia te va a hacer cuando te controlen hasta cuando meas y cuando te pidan trabajar más por menos porque la economía no da para más. Esa es la nueva normalidad, amigo.

¿Amigo? No sabía qué hacer para detener aquello, así que dejé de mirarla por unos momentos y acaricié el potos, que, efectivamente y sin yo hacer nada, estaba espléndido. A mi vecina parecía darle igual.

—Que tenga que decir yo esto con dos niños que no paran quietos ni un segundo… No estaría de más que en vez de volver a lo mismo, pero enmierdado, ralentizáramos el ritmo y nos detuviéramos. ¿Sabes para qué? Para reconciliarnos con nosotros mismos y repensar al hombre. Más cuidarnos y menos producir.

Me vi obligado a echar la cabeza para atrás de nuevo. A mi vecina se le habían encendido las mejillas y los ojos le brillaban de la misma manera que a la otra vecina del segundo que me había encontrado en el portal, y me pregunté qué clave tenían ellas que a mí se me escapaba.

Al cabo de un rato dijo:

—¿Qué te pareció el escrito? Y no me digas que normal, por favor te lo pido.

—¿Qué escrito?

—Ya veo que no te has enterado. Pues el escrito que nos dejó alguien misterioso el otro día en el felpudo a todos los vecinos.

Yo estaba discurriendo acerca de ese alguien misterioso, cuando ella asomó aún más la cabeza y, como yo no decía nada, añadió:

—Igual se te ha colado debajo y por eso no lo has visto.

—Será —dije por decir algo.

—Espera un momento —me ordenó sin darme tiempo a decir nada.

Al cabo de un minuto o algo más (el tiempo ha dejado de tener las mismas connotaciones de siempre desde hace unas semana), apareció de nuevo en la terraza con una cuerda que lanzó hasta mi terraza y en cuyo extremo había un papel sujeto con una pinza de plástico de colgar la ropa de color rosa fuerte.

—Léelo y dime qué te parece.

Cogí el papel con cierto recelo y leí:

 

Hay silencio en los días raros.

El silencio cuando cae la tarde y la noche se aproxima

se parece mucho al silencio del amanecer,

cuando los pájaros cantan más que nunca.

Nadie molesta a las flores y la primavera no tiene prisa.

El silencio en la calle iguala todos los silencios.

Y se funde con el silencio que corre por las venas

sin hallar más obstáculos que la armoniosa cadencia de los latidos.

Al abrir la ventana, se escucha el leve correr de las nubes mecidas por el viento.

Y, en silencio de fuera y de dentro,

qué bien suena el aire que entra y sale de los pulmones.

La mirada, más ancha que nunca, se pierde en el precioso vacío

y se funde con el color cambiante del cielo.

El silencio marea, embriaga, envuelve y acompaña.

Y nos ofrece nuevas sensaciones.

Un silencio distinto se nos regala cada día,

cada hora, en este tiempo fuera del tiempo.

¿Qué se siente, qué se piensa, qué surge

a cada instante en este paréntesis de los sonidos?

 

Lo leí dos veces seguidas con la mirada empañada a pesar de no llevar puesta la mascarilla. Quería contestarle algo digno a aquella mujer, indagar en lo que escondían aquellas palabras, pero al mismo tiempo no podía dejar de preguntarme por qué a mí no me habían dejado ese escrito en el felpudo.

Volví a leer aquellas palabras y, al cabo de unos minutos, me di cuenta de que yo, sin saber por qué, también odiaba la expresión nueva normalidad y quería tener una voz propia y que me brillaran los ojos… Y, en ese instante, decidí seguir usando a toda costa mi chándal viejo y brillante y dejar que mi bigote creciera hasta florecer como el potos de mi terraza.

Cuando eché para atrás la cabeza con la idea de compartir estas conclusiones con mi vecina, por nimias que fueran, comprobé que no había nadie y en su lugar unas nubes gordas y blancas se desplazan de forma plácida por el cielo.

Al cabo de unos instantes, de otra terraza distinta, me empezó a llegar la voz rota de Chavela Vargas, a la que se superponía otra más dulce que cantaba:


Gracias a la vida, que me ha dado tanto.
Me ha dado el oído que en todo su ancho
graba noche y día grillos y canarios,
martillos, turbinas, ladridos, chubascos
y la voz tan tierna de mi bien amada.

Gracias a la vida, que me ha dado tanto.
Me ha dado el sonido y el abecedario.
Con él la palabra que pienso y declaro.
Padre, amigo, hermano irnos alumbrando
la gruta del alma de aquella que amo.

Gracias a la vida, que me ha dado tanto.
Me ha dado la risa, me ha dado el llanto.
Así yo distingo dicha de quebranto,
los dos materiales que forman mi canto.
Y el canto de ustedes que es mi propio canto
Y el canto de todos que es mi propio canto.
Gracias a la vida que me ha dado tanto.

 

Y yo, con mi chándal brillante y mi bigote incipiente, sujeté con fuerza el papel entre los dedos mientras trataba de huir de la aplastante sensación de ser el único que no se estaba enterando de nada.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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