La casa de campo que habíamos alquilado para las vacaciones estaba bien en general y mal en particular.
El sofá, por ejemplo, era cómodo, pero olía a otros. La habitación tenía buena pinta. Disponía de una gran cama y una mesa escritorio de color blanco envejecido con una pequeña lámpara a conjunto con las de las mesillas y unas cortinas blancas y vaporosas. Una lámina de unas amapolas daba color a la estancia que también olía a otros, aunque menos, tal vez por el ambientador a lavanda que descubrí en una esquina.
Cuando llegamos, la ventana estaba cerrada y la persiana subida y enseguida pensé que debería haber sido al revés: la ventana abierta y la persiana bajad para que no entraran mosquitos, pero de alguna manera se refrigerara, aunque fuera hacía bastante calor. Yo tenía una imagen clara de lo que era una habitación de una casa de campo de vacaciones y era así: ventana abierta (no tenía contraventanas y eso era un fallo casi imperdonable) y persiana bajada, pero no por completo, sino de tal forma que permitiera que la luz se colara e hiciera dibujos en el suelo y en las paredes y dejara que un soplo de aire entrara para y moviera aquellas cortinas blancas y ligeras que sí se adecuaban perfectamente a mi idea de vacaciones en una acogedora casa de campo.
El aire de la habitación estaba reconcentrado. Sin preguntar a M., abrí la ventana y bajé la persiana, que no funcionaba bien y se bajó del todo sin dejar un resquicio mínimo para que entrara ni gota de luz ni de aire. En ese mismo momento supe que no pisaría aquella habitación más que para dormir. Me despedí de mis proyectadas siestas al amparo de la cortina ondulante y, en consecuencia, me despedí de hacer el amor con M. en una habitación totalmente a oscuras o donde habría que encender la luz de la lamparilla, que era agradable, pero daba una luz apestosa.
Todo en aquella casa, ya desde el principio, estaba bien en general y mal en particular.
A M. no parecían importarle esos detalles. Ni el sofá le olía a otros ni le parecía mal que la persiana estuviera totalmente bajada. Es de esas personas irritantes que siempre le dan la vuelta a cualquier situación. Si el sofá olía a otros (algo que ella de todas formas no percibía) era porque la casa era agradable y estaba «vivida». Si la persiana parecía un muro de hormigón era mejor porque así no entraban bichos y se mantenía «fresquita».
M. se levantaba temprano, se ponía unas zapatillas especiales que se había comprado y se iba a andar. Volvía reventada y al parecer feliz, con la cara sonrosada y un ligero mador que yo adoraba porque hacía que su piel brillara. Comíamos lo poco (y mal) y que yo había preparado y luego se tiraba en la cama, a oscuras y se echaba una siesta de tres horas. Luego se levantaba laxa y hueca y salía al jardín, donde yo pasaba casi todas las horas del día (y a veces de la noche). Me había llevado cuatro libros y un cuaderno, pero apenas leía y mucho menos escribía. El jardín estaba bastante dejado y por eso mismo me gustaba. Tenía hierbas secas, algunas hortensias que empezaban a palidecer, unos troncos apilados y unas cuerdas muy largas y algo combadas para tender la ropa.
Fue ese aspecto lo que, sin poder explicar por qué, más me atraía de la casa. El segundo día, mientras M. excursioneaba, quité las sábanas de la cama y la funda del sofá y las metí en la lavadora. Eché mucho detergente y suavizante para ver si se iba el olor de los otros, que no era molesto, pero no era el mío, el nuestro. La colada salió pegajosa y con exceso de agua; aun así, decidí no poner otro lavado y salí al jardín para tenderlas. Cuando lo hube conseguido (me costó encontrar las pinzas) me dejé caer en la tumbona y contemplé aquella obra de arte viva que superaba con creces la idea de la siesta con la cortina bamboleante y la luz tamizada de una tarde de verano.
La colcha pesaba más y apenas de movía, pero las sábanas enseguida me ofrecieron unas horas preciosas e inolvidables. La tela se movía, se insinuaba, hacía formas, acariciaba el viento que aparecía esporádicamente, dejaba filtrar el sol y me regalaba vaharadas de perfume que llegaban a mis fosas nasales e inundaban todo mi cerebro, que adquiría una nueva velocidad, más lenta y desconocida para mí, que yo creía que debía de ser como echarse la siesta idea en una casa de campo una tarde de agosto. Nunca me he echado la siesta, soy del tipo insomne, pero «sabía» cómo era. Y aquel espectáculo de las sábanas lo superaba con creces.
Cuando volvió M. a mediodía abrió los ojos y, sin decir nada, me dio un beso en la cabeza. De improviso, quise lamer su piel, absorber su delicado mador y gozar de su cuerpo en el jardín, encima de la sábana recién lavada. La agarré por el brazo con más fuerza de la habitual y la senté encima de mí. Empecé a saborear su piel salobre y M. respondió enseguida dejando escapar unos tenues gemidos. Tenía las manos en sus nalgas cuando abrí los ojos y observé la sinuosidad de las sábanas, su blancura perfecta, su aroma inmaculado. No, no podía echarlas al suelo simplemente para que M. y yo retozáramos sobre ellas.
Sin darme cuenta, mis manos comenzaron a moverse mecánicamente y M. dejó de gemir durante unos segundos, pero los dos continuamos como si no hubiera pasado nada. Yo no estaba dispuesto a echarme directamente sobre el colchón y, menos todavía, sobre el sofá que, sin la funda, olería más que nunca a otros. Así que fingí un arranque de salvajismo y nos tiramos al suelo. Todo era incómodo. La hierba seca se clavaba en la espalda y en las piernas y de vez en cuando venía un olor como a meado de gato que no había detectado desde la tumbona. Solo la erótica visión de las sábanas hizo que pudiera con todo aquello. Cuando terminamos, M. se quitó unas hierbas secas que se le habían quedado prendidas en el pelo, sonrió y (ya he mencionado que sabía darle la vuelta a todo) dijo que iba a ducharse.
Tres días después, mientras observaba las cuerdas de la tender desnudas, me entraron ganas de ver nuestra ropa ahí colgada, oreándose. Quería ver cómo se movían las bragas de M. Quería tumbarla en el suelo y hacer el amor con ella mientras observaba el movimiento intrigante y provocador de sus bragas, mecidas por un soplo suave y caliente de verano.
Tendí toda la ropa y situé sus bragas estratégicamente en el centro. Estaba deseando que llegara, pero ese día se demoraba más de la cuenta. Cerré los ojos y me quedé dormido. Cuando me desperté, una de las pizas que sujetaban mi pantalón en la cuerda se había soltado y daba la impresión de querer echar a correr. El aire tórrido a esa hora del mediodía había inflado las perneras, como si alguien las estuviera ocupando, y hacía que se movieran, imitando el torpe caminar de alguien que bien podía ser yo perfectamente.
Cuando M. llegó me había olvidado por completo de sus bragas y de su sudor y solo podía observar de manera obsesiva aquellas perneras hinchadas y desiguales. Me miró de forma extraña, con los ojos demasiado fruncidos. No venía sofocada y tenía la piel seca. Me pregunté dónde había estado y por qué había tardado tanto. Mientras M. continuaba de pie, con los brazos cruzados bajos sus pequeños pechos, la otra pinza se soltó y el pantalón salió volando.
Los dos miramos fascinados cómo las perneras se hinchaban y deshinchaban mientras el pantalón seguía avanzando por el aire sin un destino fijo.
Todo en aquella casa era así. Todo estaba bien en general y mal en particular. El concepto de casa no desmerecía, pero la persiana, el sofá y aquellos olores resultaban unos «particulares» molestos e irritantes.
¿Cómo explicarle a M. que a mí me sucedía lo mismo? Que estaba a gusto allí en general, pero que, en particular, me gustaría salir volando, como el pantalón, sin saber adónde, sin poder adivinar en qué otras cuerdas de la ropa acabaría aterrizando. Que ese pequeño jardín me resultaba agradable de algún modo y, sin embargo, me incitaba una y otra vez, con la voz silenciosa del viento ausente, a volar, volar, volar mientras continuaba allí sentado.