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Paréntesis

Paréntesis. La tercera acepción del diccionario de la RAE lo resume así: «Suspensión o interrupción».

Me gusta más lo de «suspensión». Los paréntesis son eso, algo que queda suspendido, una especie de nube en el discurso, algo que tiene que ver y, al mismo tiempo, no tiene que ver con lo que se está contando. Uso bastante los paréntesis cuando escribo, porque me gusta salir y entrar de las frases, como cuando te asomas a una puerta entreabierta y ves a alguien que va con una taza en la mano por el pasillo de su casa. No sabes de dónde viene, no sabes adónde va. Solo conoces ese instante, esos segundos, ese paréntesis de su vida.

Esos momentos también se convierten en un paréntesis en tu propia vida, porque justo antes estabas esperando el ascensor para ir a devolver unos libros a la biblioteca y justo después ya no te acuerdas de adónde ibas y solo piensas en esa escena fugaz que has captado por la puerta entreabierta. ¿Por qué esa mujer iba descalza si es diciembre y por qué llevaba una taza en la mano como quien lleva un cirio? Has creído ver en su semblante una cierta tristeza, o tal vez te lo has imaginado porque es invierno y esa mujer está descalza y se ha olvidado de cerrar la puerta.

La historia ha empezado en tu cabeza y no puede parar. Quizá la mujer está enferma y tiene un marido que la odia y la tiene medicada, por eso caminaba como una zombi. O puede que sea al revés, que ella sea la mala, ha podido incluso matar a su marido, un buen hombre que sale de trabajar todos los días a las cinco de la tarde y lleva bajo el brazo una barra de pan para la cena.

Solo cuando sales a la calle y te da el viento en la cara te das cuenta de que el paréntesis se ha hecho demasiado largo y podría erigirse en algo propio, en algo independiente. No tienes muy claro qué hacer, así que cierras el paréntesis mientras te diriges con pasos dudosos hacia la biblioteca.

Hay gente que, al hablar, hace paréntesis tan largos como esta escena de la mujer de la taza, pero llenos de nimiedades, de cosas absurdas. Tan obvias, tan aburridas, tan conocidas que mientras se desarrolla y crece optas por observar cómo un pájaro se posa en un almendro, cómo una vecina habla con otra de terraza a terraza, cómo un chico le da una colleja a otro, cómo del autobús baja una anciana muy bella con el pelo de color rojo, y tu mirada se va ligeramente hacia el cielo para montarse en una nube. En realidad, no hay necesidad de disimular; podría mirar claramente hacia arriba: las personas que abren paréntesis aburridos al hablar solo están pensando en su paréntesis, en rellenarlo al máximo, en embutirlo de palabras, de frases, incluso de fragmentos. A veces no recuerdan el principio, no logran acordarse de qué estaban diciendo antes de abrir el paréntesis y la frase inicial se queda coja, se queda viuda, incompleta, a medidas. Y a mí me da mucha pena.

Cuando esto sucede, trato de ayudar a esa pobre frase y me propongo cerrar el paréntesis ajeno diciendo cosas como: «Entonces, ¿cómo me decías al principio que estaba tu madre?», pero la persona me mira con ojos raros, como si yo estuviera loca, y piensa que el hecho de que yo pregunte de repente por su madre es toda una excentricidad cuando lo que ella me está contado realmente es que ha ido al traumatólogo ya tres veces y solo le mandan inflamatorios y más inflamatorios. En ese momento, entono un «disculpa», que va dirigido no a esa persona, sino a la apertura del paréntesis, que se ha quedado colgada y esperando a su compañero, quizá de por vida.

Por eso, cuando camino por la calle o voy en metro, o en autobús, o estoy en el gimnasio, me gusta pescar algún final de frase o de conversación porque pienso que sería un buen final para algún paréntesis incompleto, pero como hay tantos que se quedan abiertos ya no sé dónde colocarlo y me da miedo crear una criatura monstruosa o un ente absurdo que no se entienda y acabe queriendo divorciarse.

¿Adónde va un paréntesis que se abre y no se cierra o uno que se cierra, pero no se abre?

Sin embargo, tengo una amiga que hace unos paréntesis maravillosos. Todo lo que cuenta es interesante y cuando abre un paréntesis me da un poco de rabia porque lo que está diciendo me resulta tan atractivo que no quiero que nada la distraiga ni me distraiga. Ella, de todas formas, es muy de paréntesis al hablar y, a pesar de que yo me resisto, cuando abre uno y empieza a llenarlo de palabras, de historias, de datos, de reflexiones termino zambulléndome de cabeza en él, como si fuera un micromundo, un pequeño cuento, un apéndice bello que escapa libre de sus labios. Tanto es así que, cuando termina el paréntesis, cuando lo cierra con elegancia, me vuelvo a quedar chafada, esta vez porque no quería que el paréntesis acabara nunca, aunque todos sabemos que un paréntesis es eso, una «oración o elemento incidental o suplementario, sin enlace necesario con los demás miembros el enunciado, cuyo sentido interrumpe y no altera». Lo dice la RAE.

Yo sí me altero. Y, al escuchar a mi culta amiga, soy yo la que no se acuerda de lo que venía al principio. Cuando consigo recuperarme de ese cierre de paréntesis, se me suele escapar suspiro porque lo que ella continúa narrando es igual de interesante que lo de dentro del paréntesis. Ella sí se acuerda de lo que estaba diciendo al principio y lo retoma con total naturalidad mientras yo estoy un poco mareada porque el inicio de su charla queda engrandecido, potenciado, enriquecido por el meollo de ese magnífico inciso que ella abre y cierra con sutileza y estilo y lo hilvana con lo que sigue que, sea lo que sea, siempre es perfecto.

Frente a estos paréntesis barrocos, hay otros que me gustan mucho. Son los paréntesis desnudos, minimalistas. Los suelo abrir para mí sola o cuando hablo con alguien. Una tarde estoy tumbada en la cama mirando cómo la lámpara de papel se mece con el viento que entra por la ventana mientras pienso en cómo decirle a J. que he soñado con unos meridianos de luz que me recorrían el cuerpo y me he levantado un poco aturdida. En medio de esa charla anticipada en mi cabeza, me gusta abrir un paréntesis y que no haya nada dentro. No para que lo rellene J., sino para ver si de ese paréntesis surge algo extraño, algo nuevo, algo que me sorprenda. Suelo esperar unos segundos y, casi siempre, asoma una imagen, una idea, una palabra, a veces un personaje. Los paréntesis vacíos son muy agradecidos porque les dejas espacio para que se expresen y lo suelen aprovechar al máximo.

Conozco bien a los paréntesis huecos. Por eso, no solo los abro en medio de una frase, de un discurso. Una mañana de otoño voy caminando por la calle pisando hojas que crujen porque no ha llovido y se me ocurre abrir un paréntesis desnudo, así porque sí. Sin más.

Pasan entonces cosas muy extrañas. Una de ellas es que el paréntesis se queda ahí desnudo, contemplando conmigo la belleza de los árboles otoñales, incapaz de articular palabra, de llenar su propio vacío con algún término o idea, salvo con el color de las hojas y el cielo de media tarde. Y los dos nos detenemos en medio de la calle, callados, desnudos, absorbiendo ese otoño para llenarnos por dentro.

Otra cosa que sucede (y esta es la que más me gusta) (obsérvese que he abierto mi primer/segundo paréntesis a estas alturas) es que, en ocasiones, el paréntesis, sobre todo con la exaltación de la primavera, empieza a andar, incluso a correr y a brincar por la hierba del jardín y se va con cualquiera, me abandona y me deja ahí plantada en el banco con un inicio de frase que no sé cómo terminar.

Lo veo. Observo cómo se aleja, como vuela libre y desnudo en medio de las amapolas y las margaritas y las lilas y yo me quedo apagada, sin saber qué hacer ni qué decir. Menos mal que siempre llevo un libro encima; lo abro por cualquier página hasta robar una frase que creo que queda bien para terminar lo que venía antes del paréntesis prófugo al que, al cabo de las horas, contemplo desde el mismo banco bien vestido y acicalado, lleno de palabras bonitas que no sé de dónde ha sacado. Ignoro si se las ha robado a alguien o si tiene una amante secreta con la que comparte sus interioridades.

Los paréntesis en blanco son muy suyos. Es mejor dejarlos a su aire, que se rellenen como quieran o que permanezcan en blanco, como un lienzo nuevo, una hoja que no tiene por qué contener nada, ni siquiera un título o un punto final.

¿Habéis probado a abrir un paréntesis desnudo cuando estáis hablando con alguien?

Os sorprendería la creatividad de vuestro interlocutor. La gente no aguanta el silencio, a la gente la incomoda el silencio. Empiezan a mover los pies o a retorcerse las manos o a mirar dentro del bolso o a pedir otra cerveza; lo hacen incluso aquellos a los que no les gusta la cerveza. Se pueden hacer locuras para llenar un silencio, para rellenar un paréntesis deshabitado. Estas personas desconocen cómo actúan los paréntesis en blanco y en cuanto ven sus signos de apertura y cierre no soportan ese espacio y se lanzan de cabeza a colmarlo. Da igual con qué. Puede ser con algo banal, con la previsión del tiempo para las fiestas del pueblo o puede ser algo íntimo, algo que no contarías a nadie y menos a una persona que te has encontrado en la cola de la frutería: algo como que quieres acariciar la mejilla de tu hija adolescente, pero no te atreves por temor a que te rechace, no soportas esa mirada que se le pone a veces, o algo como que un día por la mañana te miras al espejo y te ves igual que tu madre y no quieres. No porque no quieras a tu madre, pero no deseas ser igual que ella, es más, no deseas ser para nada igual que ella.

Puede ser cualquier intimidad. Da igual. No tiene por qué tener nada que ver con lo que tú estás diciendo. El paréntesis se ha abierto y, ante el vacío que lo sigue, la gente se abre de brazos y te lo muestra todo. Luego no saben cómo cerrarlo. La intimidad es lo que tiene, una vez que se abre esa puerta es difícil cerrarla, aún más cuando te han dado (o tú has tomado) un espacio en blanco que es tan fácil de rellenar. Además, ¡cuánto hacía que nadie te escuchaba!

Tu frase inicial se vuelve a quedar a medias porque ese paréntesis hueco que tú has abierto para ver qué sucedía ha sido secuestrado por tu interlocutor y sabes que no lo vas a poder recuperar. En un momento dado y con grandes esfuerzos, consigues interrumpir las confesiones de esa persona o la dejas ahí sola en medio de la calle relatando sus intimidades al viento mientras tú te vas en busca de otro alguien para cerrar la frase que habías empezado hace un rato.

No es cuestión de que el mundo se llene de frases a medias y de paréntesis incompletos que pululan por ahí sin ton ni son, perdidos, confundidos… Si se mezclan, pueden salir mezclas extrañas, insólitas, misteriosas y sorprendentes. Esto está bien, pero también es conveniente un cierto orden.

Una frase que comienza y que se suspende o se interrumpe con su paréntesis bien puesto, con su apertura y su cierre como es debido y luego continúa su vida hasta terminar en una coma, en un punto y coma, en un punto, en puntos suspensivos…, pero esto será otra historia.

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