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Paso de cebra

Se sentó en la silla y se quedó mirando fijamente la vieja sartén ennegrecida que había rescatado del sótano hacía dos días para poder desayunar de nuevo las tostadas con manteca que durante tantos años le habían estado prohibidas. Demasiada grasa en una sartén tan negra, pero ahora estaba sola, podía hacerlo sin tener que dar explicaciones.
Saboreó con gusto la tercera rebanada, consciente de que iban a ser necesarios muchos días y muchos recuerdos para recuperar la felicidad que cuando era pequeña le producía el simple contacto de su lengua con el pan tostado en manteca en esta sartén que ya había usado su madre.
Se limpió los dedos y la boca con la servilleta, removió el café con leche y se ajustó el cinturón de la bata. También se sentía extraña al verse a media mañana con la bata en la cocina. Acercó la nariz a la tela de la manga y aspiró fuerte para comprobar si realmente la guata había cogido olor a comida, como tantas veces había oído en su vida. Sintió de cerca el aroma a pan tostado y se sintió a gusto dentro de la tela acolchada.
El escote demasiado abierto le dejó entrever sus pechos desnudos, que caían blandamente sobre su abdomen. Pensó, en ese momento, que se habían caído precipitadamente por falta de caricias, y con la mano derecha se elevó el seno izquierdo. Solo el lunar seguía conservando el mismo aspecto de siempre.
Volvió a ajustarse la bata, retiró las migas con el dedo índice estirado y apoyó los codos en la mesa flanqueando el vaso mediado de café con leche. Se quedó un rato en silencio, contemplando la cocina, la encimera, la campana, la pila llena de cacharros, los armarios. No es que estuvieran sucios, pero sí lo suficiente para alterar el orden en que ella tenía a la cocina.
Suspiró brevemente tras el último trago de café y terminó de limpiarse los labios con la servilleta. Notó que no había terminado de digerir bien la pizza que anoche había pedido por primera vez y cuyo olor se escapaba todavía de la caja que no se había molestado en retirar de la encimera.
Demasiado queso, pensó, pero tenía un aspecto tan apetecible en el folleto que le habían echado en el buzón aquella mañana… No había sido capaz de terminársela, pero le daba pena tirar el resto, tal vez podría recalentarlo para cenar por la noche.
Se le estaban acabando los platos y los cubiertos limpios, así que tal vez tendría que ponerse a fregar esta mañana para poder comer en condiciones. Se acercó a la ventana abierta y contempló con detenimiento la Casa de Campo, esa mancha verduzca que a fuerza de costumbre se había convertido en una parte más del decorado de su barrio. Posó la vista en un árbol que destacaba por encima de los demás y que ella veía ahora por primera vez, sorprendida, ante la evidencia de que debía llevar allí muchos años.
Se olvidó de pronto de los platos y de la comida y se fue al dormitorio en penumbra. Terminó de subir la persiana y rescató del armario unos pantalones de chándal que su hija le había regalado el año pasado y que ni siquiera había sacado de la bolsa. Se los puso y se miró en el espejo. No estaba tan mal. Se puso el sujetador y un jersey de hilo, y descalza se dirigió a la terraza. Le costó abrir las puertas oxidadas del armario sobre el que tenía los geranios. Como había hecho otras veces, se felicitó por su manía de guardar todas las cosas que caían en sus manos. Las bambas estaban viejas, pero valían. Se las calzó y se dio unos paseos por la casa para acostumbrarse a ellas antes de bajar a la calle.
Antes de salir, se miró en el espejo del portal. Tenía el mismo aspecto que esas otras señoras del barrio cuando iban a pasear por la mañana temprano, esas a las que ella misma había criticado tantas veces cuando hacía la compra. Evitó pasar por la frutería y la charcutería. No pasaría desapercibida ante los hermanos Rodríguez y no se sentía con fuerzas suficientes para enfrentarse a ellos. Saludó de lejos a un par de vecinas que iban al mercado y se dirigió al paso de cebra de la carretera que separaba su barrio de la Casa de Campo. Le sorprendió la velocidad con la que circulaban los coches en ambos sentidos. Desde su casa en un octavo piso todo se veía como a cámara lenta.
No se atrevió a cruzar hasta que las personas que conducían los dos coches que habían frenado la invitaran a pasar con sendos gestos de la mano. Caminó deprisa hasta alcanzar la cuesta que daba paso al campo y que al cabo de cien metros se bifurcaba en dos caminos irregulares. Hacía tantos años que no iba por allí que no recordaba a dónde llevaba cada uno. Miró por uno y otro hasta donde la vista le permitía y optó por el sendero de la derecha, el que más flores moradas ofrecía en sus orillas. Caminaba deprisa, mirando al suelo para no tropezarse con una piedra, con las manos apoyadas en el bolsito que se había cruzado y en que el que había echado las llaves, algo de dinero y un pañuelo de lino con sus iniciales bordadas a mano.
Se fue internando cada vez más hasta olvidarse del constante ruido de los coches, hasta solo escuchar los restos de conversaciones de otros grupos de señores y de señoras que también paseaban. Se fijó con sorpresa que también había jóvenes en bici y corriendo y perros, muchos perros. Se preguntó entonces cómo era posible que las aceras del barrio estuvieran salpicadas de mierdas de perro, si todos los chuchos estaban ahí con ella, correteando por la Casa de Campo.
Se sentó en un banco algo quemado y por primera vez desde que había iniciado el paseo miró hacia el frente, hacia arriba. Tenía el cielo y el sol para ella. Su respiración se fue tranquilizando y poco a poco fue tomando conciencia del tiempo y el espacio. Era 5 de mayo y allí estaba ella, sola, rodeada de árboles, de perros, de gente. Suspiró profundamente y frunció los ojos. Tendría que comprarse unas gafas de sol. Estaba empezando a sentir calor y un leve picor en la cara y en los brazos. El jersey de hilo no era lo más adecuado y ya sabía que para la próxima vez debía ponerse un poco de crema protectora.
Reanudó su paseo y después de una hora caminando sin encontrar el frondoso árbol que había visto desde la ventana de la cocina decidió que ya era suficiente. Tardó más de veinte minutos en alcanzar de nuevo la cuesta que daba a la carretera, pero al final la encontró sin preguntar a nadie.
Cruzó con cautela el paso de cebra y miró hacia su casa. Pensó en la pila de platos que tenía que fregar y en el trozo de pizza que le había sobrado de la cena. En la habitación vacía, en la cama sin hacer, en la televisión apagada, en el salón sin humo de cigarrillos, en las ventanas abiertas de par en par. Eran tantas las novedades que en ese momento no le pareció extraño hacer otra locura, así que con los carrillos acalorados entró en la cafetería y pidió un picho de tortilla y una cerveza. «A la mierda el mundo» y con las manos trató de tapar una sonrisa que se desbordaba entre sus dedos.

1 comentario en «Paso de cebra»

  1. Como siempre ……..me fascina la forma que tienes de juntar letras que le dan sentido a un texto en el cual nos podemos ver reflejadas/os cualquiera de nosotros.
    En algun momento nos sorprenderemos haciendo algo parecido, que digo, yo lo hice hoy….
    Sigue juntando letras con esa naturalidad.
    Un placer

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