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Personas verbales

La otra tarde me entretuve en sueños haciendo una clasificación mundial de la humanidad. Sí, puede sonar pretencioso, o algo peor, quizá, pero a mí, en esas horas de somnolencia inducida por el calor y la luz que se colaba por las rendijas de la persiana en esa tarde de verano me pareció de lo más oportuno.
Y allí tumbado, entre las rendijas, también empezaron a colarse las palabras. «Paciencia», por ejemplo. Algo de lo que yo suelo carecer, pero que, por el contrario, en ese momento sentí como algo inherente a mí. Quizás solo para esa tarde, lo admito, pero me sentía realmente paciente. «Paciencia», pensé. Paz y ciencia. La ciencia de la paz. Y me quedé aún más a gusto. O «enamorados»: en + amor + a + dos. Me estaba poniendo cursi, lo sé, pero las palabras son así, te invaden sin permiso y hacen lo que les da la gana. A veces se ponen chulas, otras románticas, otras reivindicativas o belicosas…
El sol seguía marcando sus líneas a través de la persiana y de pronto apareció «comunión»: en + común + unión. Y, entonces, moví ligeramente las piernas en un arrebato de rebeldía contra las palabras. Aquello había que pararlo cuanto antes. Hacía demasiado calor o acaso tenía demasiada paciencia o estaba demasiado enamorado o quería estar en comunión, vete tú a saber, pero antes de que apareciera una nueva y arriesgada palabra agité las piernas de nuevo. Era una señal. Absurda, pero una señal. Una forma de decir «basta, hasta aquí hemos llegado». Sin embargo, súbitamente, las palabras obedecieron y se retiraron. Y yo fui entrando en una especie de letargo, en un sueño cada vez más profundo donde no había sol, ni calor, ni sudor, ni persiana, ni rendijas, ni verano, ni cama, ni yo.
Vagué por un mundo gelatinoso y oscuro hasta que, pasado un tiempo (no se sabe cuánto porque cuando uno duerme, incluso cuando uno está despierto, el tiempo se estira y se encoge a su antojo), me encontré en la calle con un viejo conocido. Era un chico del barrio en el que yo vivía antes. Yo estaba igual que ahora, con la misma incipiente pérdida de pelo, el asomo de una barriga aún no demasiado ostentosa, una caída mesurada de hombros y unas deportivas, eso sí, que llevaba muchos años sin ver y sin usar: unas All Star rojas que no pintaban nada, pero que ahí estaban.
Mi vecino, por así decirlo, era ahora un hombre mayor, quizá de unos sesenta años, o eso aparentaba. Aunque hacía sol en la calle, iba con un jersey de lana gris de pico, unos pantalones vaqueros con la raya bien marcada, una camisa con los cuellos un poco gastados y unas deportivas verdes que desentonaban tanto o más que las mías en aquella escena. Las suyas eran más escandalosas y no parecían de ninguna marca que yo reconociera. No sé por qué me fijé en ese detalle cuando en mi vida de no-sueño las marcas me la traen al fresco. Mi antiguo conocido llevaba, además, un maletín en la mano, mientras la otra colgaba flácida y sin vida paralela a la raya de los pantalones vaqueros.
Nos saludamos sin mucho entusiasmo y sin ningún tipo de afecto. Sin previo aviso, mi vecino empezó a decir cosas del tipo: «Debería haberte hecho caso y estudiar Biología, era lo que a mí me gustaba». Yo no recordaba haberle aconsejado nunca nada, ni acerca de los estudios ni de ninguna otra cuestión. Yo le escuchaba sin dar muestra de querer intervenir en la conversación.
Y seguía: «Tendría que haber seguido yendo al gimnasio y ahora estaría en forma como tú». Aparte de que yo no estaba de ninguna manera en forma, volví a pensar que nunca le había dicho nada semejante, sobre todo cuando en aquellos tiempos en el barrio nadie «iba al gimnasio» y menos aún yo, que lo único que hacía y hago es dar largos paseos.
A él no parecía importarle mi falta de involucración en la charla. En ese momento, me miró con intensidad y cierta tristeza y me dijo: «Tendría que ser tú». Y luego, sin mediar palabra, se daba la vuelta y comenzaba a andar hasta que perdí de vista su maletín y sus zapatillas verdes.
Aquel encuentro me había causado cierto desasosiego, así que busqué con la mirada hasta que vi un bar. De pronto, era de noche y había refrescado, así que entré en Don Gregorio, con su letrero luminoso verde y esa tipografía tan típica de los años años ochenta. Dentro, el ambiente era muy agradable y una suave música de jazz me indujo a sentarme en una de las butacas de piel sintética de color granate y pedirle al camarero un whisky doble. Yo no bebía whisky, ni sencillo ni doble, pero en aquel momento era lo que me apetecía.
Y allí, sentado en ese bar atemporal, con el jazz, el whisky y un platillo de frutos secos, empecé a pensar en la charla que habíamos tenido mi vecino y yo. Digo charla porque, aunque yo no hubiera hablado, de alguna manera entendía que se había dado algún tipo de conversación. Y me di cuenta enseguida, con el primer sorbo de whisky, de que ese hombre hablaba en condicional: «tendría», «debería»…
Hay gente que es así, personas a las que les gusta expresarse en condicional, como un tipo de conciencia perdida que sabe lo que tiene que hacer, pero no lo lleva a cabo por miedo, desidia o vete tú a saber por qué. Son los del tipo: «debería ir al gimnasio», como mi vecino, o «tendría que llamar más a mi madre por teléfono» o «habría que llamar al fontanero» o «tendría que viajar a Alemania».
Las personas condicionales me estaban deprimiendo (aun cuando yo, en mi vida de despierto, era a veces así), de manera que apuré el whisky y pedí por señas al camarero que me trajera otro. Como se trataba de un bar atemporal (y sobre todo se trataba de un sueño) el camarero me entendió a la primera con una leve inclinación de cabeza.
Con el segundo whisky vinieron las personas futuras. Era lógico. Si ya me había hartado de la gente condicional, por proximidad verbal tenía que aparecer la gente futura. Estos son de la clase que suelta frases como: «El año que viene viajaré a Alemania», por ejemplo, o «mañana llamaré a mi madre». Es el mismo tipo del condicional, pero menos atormentado. Parece más asertivo, pero se engaña igualmente, lo que pasa es que es más a corto plazo. También dice: «El mes que viene me apuntaré al gimnasio» para que su conciencia, en este caso vaga y remolona, no levante demasiado la voz y le diga a las claras que no se lo cree ni él.
Las personas futuras carecen del lamento de las condicionales, pero sufren de un anhelo constante que les hace, también, ser deprimentes y pesados. Todos los conocemos y aburren. Yo también notaba que estaba cayendo en el aburrimiento, así que, de pronto, saqué del bolsillo del pantalón un paquete de cigarrillos aplastados. No fumo ni he fumado nunca, pero allí estaba sacando un cigarrillo arrugado y haciendo con los dedos ese gesto un poco antiguo de arriba hacia abajo para estirarlo antes de encenderlo. El mechero era de esos metálicos, cuya tapa hace un ruido al cerrase. Di una primera calada al tiempo que apuraba lo que quedaba del segundo whisky.
En esta ocasión, el camarero, con el que también, aun sin hablar, había desarrollado una suerte de vínculo estrecho, me preparó el tercer whisky sin que yo hiciera el más mínimo gesto. Como era un buen camarero y se había percatado de que no había tomado ni un solo fruto seco de los dos platillos que reposaban sobre el cristal de la mesa, en esta ocasión se abstuvo de traer el tercero.
Estaba disfrutando tanto del cigarrillo que no me di ni cuenta de cómo ni cuándo había empezado a discurrir sobre las personas pretéritas. Me encanta esa palabra. «Pretérito». Si estuviera despierto en esa tarde de calor, tumbado en la cama, igual hasta podría haber sacado algún tipo de etimología particular, pero como estaba un poco borracho y en un sueño lo dejé pasar.
Las personas pretéritas, retomé, son casi las que peor me caen. Me estomagan sus «he viajado a Alemania», como si eso quisiera decir algo, menuda gilipollez. O «esta mañana he ido al gimnasio». ¿Y qué, si no te sirve de nada con ese cerebro chamuscado? Peor aún: «Ayer llamé a mi madre». Oh, aquí está el buen hijo, qué correcto, qué atento, qué ejemplo de hombre.
Me estaba poniendo nervioso, lo reconozco, así que di un sorbo de whisky y saqué otro cigarrillo. No parecía que quedaran muchos más, pero por ahora eran suficientes, sobre todo para alguien como yo que no fuma.
«Yo he, yo he, yo he». Qué hastío y qué asco. Yo también podía decir muchos «yo he» y eso no significa absolutamente nada. «¿Qué «yo he» eran importantes en mi vida?», me pregunté, a esas alturas ya claramente borracho.
Antes de meterme en el farragoso terreno de clasificar a las personas pretéritas en pretéritas imperfectas (qué adecuado sonaba eso) y personas pretéritas simples (eso sonaba aún mejor) y o personas pretéritas pluscuamperfectas (eso ya era demasiado), me repantingué en la butaca y sentí que me iba adormeciendo. Y en el sueño dentro del sueño sucedió lo peor. Aparecieron las personas subjuntivas.
No son fáciles estas personas, y era normal que hubieran hecho acto de presencia aprovechándose de un sueño dentro de un sueño y estando yo borracho y adormecido. ¿Qué tipo de gente es esta que dice «Si hubiera ido a Alemania»? Si hubiera ido a Alemania, qué gilipollez. El cabreo no se me había pasado, a pesar de todo. Si hubieras ido a Alemania ahora no estarías aquí tocándome los cojones. Casi peor es el «si hubiera ido a gimnasio» porque en este caso, si lo hubieras hecho, ahora no estarías muerto. Di un pequeño respingo. Hasta yo, en un sueño y borracho, me di cuenta de que estaba yendo demasiado lejos. Yo mismo estaba hablando en subjuntivo y condicional, como una mezcla rara de estos dos tipos de persona.
Una súbita sensación de estar volviéndome loco hizo que no me planteara la tercera cuestión: era mejor que no respondiera nada a «si hubiera llamado a mi madre» porque las derivadas eran muchas y exponencialmente violentas.
Abrí los ojos y tuve la falsa sensación de que esa breve siesta me había despejado, así que cogí el cuarto whisky, que misteriosamente había aparecido en la mesa, y lo apuré de dos tragos. El sueño y las personas subjuntivas me habían dado sed. Acompañé esta falsa recuperación con el último cigarrillo. Lo encendí con deleite sabiendo que era el último. El camarero también debía saber desde su antigua sabiduría que ese era el último whisky porque no hizo amago de traerme otro.
Estaba ahí, frente a mí, en la barra, hierático y paciente. ¿Paciente? ¿Paciencia? No, no podía volver otra vez al principio. En ese momento, me desperté sudando y con la boca seca como si los whiskys del sueño me hubiera pasado factura. Y entonces, solo entonces, al ver cómo el sol ya no entraba por las rendijas de la persiana, aunque seguía haciendo calor, me di cuenta de que yo era una persona presente o del presente, como más os guste, porque en ese momento solo se me ocurrió pensar: «Joder, qué hambre tengo».

3 comentarios en «Personas verbales»

  1. Me encanta ese personaje de demiurgo de mentirijillas que quiere poner orden al caos, o, mejor aún, desorden al caos.
    Me encantan esa sucesión de personajes imperfectos e inestables que no tienen conciencia de pertenecer a ningún tipo ni formar parte de ningún sentido.
    Y también me parece super sugerente el metafísico concepto de «sueño dentro del sueño».
    Mucho mejor que el Inception de Nolan… dónde va a dar!!

  2. Una vez más una bonita historia que me hace pensar y darme cuenta de cómo somos y cómo nos comportamos las personas,no nos damos cuenta de todo lo que trasmitimos con la expresión corporal y verbal.
    Gracias Elena una vez más.
    Por cierto! Que quiere decir Maria?jajaja

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