Saltar al contenido

Subí al trastero para buscar la esterilla de yoga. Tras cuatro años sin practicarlo, me había apuntado a un centro que habían abierto cerca de casa. Se llamaba Samarkanda y me gustó mucho el nombre, el olor de la sala y la chica que daba las clases. Quería retomar una práctica que unos años atrás me había hecho tanto bien y que en aquellos momentos sentía que volvía a necesitar. Las cosas en el trabajo iban como siempre, pero las cosas con Álex no iban tan bien o, al menos, no tan bien como al principio.

No recordaba dónde había guardado la esterilla, así que me dispuse a enfrentarme al batiburrillo del armario que ocupaba la parte baja de la buhardilla que hacía las veces de trastero. Tuve que despejar el acceso de cajas y bolsas y sacar del armario bajo todo el equipamiento para la nieve. No quería tener que retirarlo todo, así que, allí de rodillas, metí el brazo para ver si podía tocar la esterilla y asegurarme de que estaba en esa parte del trastero y no hacer trabajo en balde. Pero lo que mi mano tocó no fue el tacto blando de la esterilla, sino un asa dura. Fui bajando la mano por ella hasta dar con una superficie de mimbre que enseguida identifiqué: era la cesta de picnic que me empeñé en que me regalaran hace cinco años y que solo había llegado a usar una vez, al principio de la relación con Álex.

Me entraron muchas ganas de verla, así qué saqué unos cascos para unas bicis que habíamos vendido hacía tiempo y una caja llena de cables y bombillas hasta tener delante de mí la preciosa cesta de picnic. Recuerdo que le dije a mi familia que me apetecía mucho tener una y que la quería clásica: de mimbre y con la tela interior de cuadros rojos y blancos. Dentro, todo estaba perfectamente ordenado, cada cosa en su lugar exacto, por eso me gustaban tanto y me pasaba horas mirándola hasta que acabó escondida en el trastero. Allí dentro no había lugar a dudas: cada vaso, cada cubierto, cada plato y cada accesorio tenía su lugar hecho a medida y sujeto con sus anclajes de cuero. Un espacio aprovechado al máximo, y donde, al mismo tiempo, nada estaba apretado o comprimido.

Pasé la mano por los tenedores, las cucharas y los vasos y aspiré su olor, todavía a nuevo. De pronto, unos rayos de sol se colaron por el ventanal de la buhardilla e iluminaron la cesta, cuyos cuadros rojos y blancos y las cintas de cuero adquirieron un brillo especial. Y en ese momento decidí preparar una sorpresa y hacer un picnic con Álex. Tomarnos un día para los dos solos, sin familia, sin amigos, sin compromisos de trabajo, sin móviles. Solo él y yo un día en el campo en esa primavera que casi se nos escapaba.

Enseguida diseñé el menú, en el que no podían faltar unos sándwiches (los emparedados de las películas americanas), pollo asado y una buena botella de vino blanco que me encargaría de llevar en una cubitera con hielos oculta bajo una manta en el maletero.

Álex no se mostró muy ilusionado con la sorpresa. Es cierto que no le gustan, me lo dijo desde el principio (y a mí me chocó porque a mí me encantan), pero confiaba en que un día de picnic finalmente le pareciera una buena idea.

Subió al coche adormilado. Conducía yo, porque pensaba llevarle a un sitio donde estuvimos con unos amigos al comienzo de nuestra relación. Fue un día maravilloso de verano. El sol apretaba fuerte, nos bañamos desnudos, bebimos cerveza y comimos unas tortillas que habíamos llevado. De ese día solo recuerdo el calor, el agua, las risas. No había vuelto a estar allí, pero sabía que estaría precioso en primavera.

Álex se quedó dormido al poco de salir, así que puse música y disfruté del camino. Cuando llegamos, una hora después, apenas había coches, lo cual era buena señal. Aparqué, lo desperté y saqué las cosas del maletero. Él se encargó de la cesta y yo de la manta y de la bolsa que guardaba la cubitera con hielos y la botella de vino blanco.

Álex no recordaba el lugar, parecía todavía un poco adormilado y con ese leve mal humor de cuando ha dormido poco o menos de lo que necesita, y que se le va pasando a lo largo del día. Antes de empezar a caminar para ir al encuentro del río le propuse que dejáramos los móviles en el coche para disfrutar, al menos por una vez, de un día sin llamadas, sin mensajes y sin redes sociales. Me miró sorprendido, pero finalmente dijo que le parecía buena idea. Nos costó un poco encontrar el camino, pero cuando llegamos al río el campo estaba espectacular, más de lo que había imaginado y de lo que recordaba. Todo estaba lleno de pequeñas flores amarillas y violetas, de margaritas y amapolas y el agua del río corría limpia y clara. El cielo estaba despejado, salvo algunas nubes, y los pájaros alborotaban en los árboles. Me di cuenta de todo ello en unos pocos segundos, como si el escenario estuviera preparado para nosotros, como un cuadro de Seurat, alegre y colorido, con los bañistas en el río y otros indolentemente tumbados en la hierba con sus sombreros de paja y acompañados de sus perros en ese día festivo. O esos otros de los impresionistas donde unas mujeres vestidas de forma ampulosa toman té o café en unas tazas delicadas al lado de un lago o un estanque. Sobre la hierba han extendido un mantel blanco sobre el que reposan delicados alimentos y a veces una mujer con una sombrilla o un hombre con su traje y su sombrero aparecen tumbados y relajados con una brizna de hierba en la boca.

En esos momentos, no pude dejar de pensar en un cuadro que siempre me atrajo mucho, uno de Manet donde una mujer desnuda se está bañando en el río y otra, también desnuda, está sentada sobre una manta mirando hacia el espectador mientras los dos hombres que la acompañan, vestidos con sus trajes oscuros, conversan entre ellos. Lo vi una vez en París, en el Museo de Orsay y me imaginé el revuelo que debió causar la pintura en su momento.

A mí también me apetecía estar desnuda sobre la manta con Álex encima de mí, una vez que me hubiera despojado de un imaginario vestido blanco y vaporoso y un sombrero con cintas de color azul que se mecían con el viento.

Extendí la manta de cuadros sobre la hierba y me senté. Sin darme cuenta, de nuevo estaba viendo las flores no como eran realmente, sino como las reflejaban los impresionistas, como en esos jardines y campos de Renoir, un poco difuminadas y que van cobrando fuerza y perfección según te alejas de ellas. Suspiré y volví al presente. Mientras Álex se acercaba a la orilla del río, observé su espalda, su culo, sus piernas. Siempre me ha gustado mucho. También entonces, y en ese momento solo deseé poder disfrutar de él después de comer, cuando el sol calentara un poco más y Álex dejara atrás ese ligero malhumor matutino.

Saqué de la cesta el sacacorchos y abrí la botella de vino. Hice una señal a Álex para que se acercara. Se sentó a mi lado y se quedó así unos segundos, mirando al río, ausente.

Le comenté lo a gusto que se estaba allí y él me miró y sonrió con ingravidez. Le pregunté si tenía sueño todavía y él me contestó que sí y que le vendría bien comer algo, así que nos tomamos los sándwiches en silencio. Álex apenas había probado el vino, pero yo ya me había bebido dos copas. Estaba frío y era la bebida perfecta para un día de picnic de primavera. Tras la tercera copa me recosté en la manta, como esa mujer de Botero, enorme, disfrutona. Me gustaban mucho esos cuadros del colombiano en los que aparece una gran mujer vestida de azul y apoyada en las piernas de su compañero. Tiene los brazos para arriba y unas medidas que llegan hasta el muslo. Todo en ellos despierta sensualidad y placer por la vida.

Estaba acariciando el brazo de Álex cuando de pronto se levantó y dijo que iba al coche a buscar en el maletero unas gorras porque nos estaba dando mucho el sol. No pude decir nada. No habría sabido qué decir.

En el tiempo que llevábamos allí apenas habíamos intercambiado unas frases amables, sosas, sobre la belleza del lugar y del envolvente sonido del río. Lo de «envolvente» era cosa mía, para que el contraste entre mis anhelos y la realidad no fuera tan duro.

Todo parecía hecho a medida para estar a gusto, el campo,las flores, el cielo, el río, la manta, la cesta de picnic, la comida. Solo fallábamos Álex y yo. O Álex, solo no sé. En esos momentos no pensaba que yo pudiera tener algo que ver en todo aquello.

Me tumbé en la manta y abrí los brazos y las piernas mirando al cielo, observando el movimiento de las nubes y los rayos del sol. No quería pensar en la desgana de Álex, en su falta de pasión, en sus silencios, en sus ausencias. Era demasiado doloroso hacerlo entonces, hacerlo allí. Era algo que yo debía pensar en otro lugar, en casa, en el trabajo o tal vez tomando un café con una amiga.

Allí solo estaba el aire puro, el amarillo y el violeta delas flores, el sonido de los pájaros y de las hojas de los árboles. No me di cuenta de cuándo me quedé dormida y de cuánto tiempo pasó hasta que los ruidos de Álex mientras recogía lo que quedaba del picnic me despertaron.

En esos momentos de somnolencia lo miré y me pareció un extraño, casi un desconocido. No vi las gorras que había ido a buscar al coche,pero sí me percaté del olor a tabaco, a pesar de su chicle de menta. Álex había dejado de fumar dos años antes y en todo ese tiempo no había detectado en él olor a tabaco, no me hubiera pasado desapercibido. No quise pararme a pensar si solamente se había alejado para fumar o si había ido al coche para hablar por el móvil o mandar o leer algún mensaje. Era muy fácil de comprobar. En cuanto nos montáramos en el coche se lo podía preguntar directamente o, incluso, mientras él conducía podía cogerle el móvil y mirarlo. No teníamos contraseñas,era algo que habíamos acordado desde el principio, pero quizás eso también había cambiado y yo no me había dado cuenta.

Me levanté un poco mareada y con dolor de cabeza, caminé hasta el río y metí la mano en el agua. Estaba fría. Así se había quedado también la tarde. Álex comentó si regresábamos ya y yo asentí con la cabeza. No tuve que pedirle que condujera él, y nos montamos en el coche en silencio. El atardecer era tan bello que, por unos instantes, me dieron ganas de estirar la mano y acariciar el brazo de Álex, pero su móvil no paraba de pitar con notificaciones de mensajes, así que volví la cara hacia la ventana y pensé en la cesta de picnic, ahora con los cubiertos sucios y los restos de comida, todo desordenado. Y allí, mirando el cielo rojo de final de la tarde, y para no echarme a llorar, me dije que la limpiaría y arreglaría en cuanto llegara para subirla al trastero y bajarla, quizá, un día de otra primavera.

2 comentarios en «Picnic»

  1. Qué relato tan triste y tan real! Si se supone que el arte tiene la función de redimirte del desgaste del paso de la vida, cuál se supone que sería el remedio para redimirte del paso del amor?
    Como siempre, me asombra tu sensibilidad.
    María

    1. Querida María, mi intención cuando me puse a escribir era reflexionar sobre la dualidad «lo que yo quiero/lo que yo anhelo/lo que me gustaría» versus «realidad», pero, aunque así es, el relato ha resultado una historia un poco triste. Y el remedio, aunque suene cursi, es más amor, que casi siempre viene de quererse uno mismo primero 🙂

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *