—Sara —me llamó una voz grave de fumadora—, puedes pasar.
La habitación era pequeña, no exactamente diminuta, pero lo suficiente como para sentir que faltaba un poco de aire. Ella estaba sentada detrás de la mesa, una mesa anodina, cubierta con un tapete de terciopelo de color azul cobalto. Las paredes apenas estaban decoradas. Solo una acuarela marina algo infantil y un reloj pasado de moda adornaban las paredes blancas de gotelé. Todo tenía un aire un poco rancio, demasiado casero. Yo misma estaba sentada en una silla de la que lo único que destacaba era el respaldo, quizás demasiado grande en relación al resto de los objetos que poblaban aquella habitación.
Ella no parecía ser muy alta. Allí sentada, protegida por la mesa con el tapete azul, permanecía quieta con las manos entrelazadas, quizás esperando que terminara de hacer mi breve e inevitable revisión del cuarto en el que nos hallábamos. Me revolví un poco en la silla, crucé las piernas y luego sujeté muy fuerte el bolso que aún tenía sobre mi regazo. Sabía que había apagado el móvil antes de que la chica de la voz fumadora me hiciera pasar a la habitación, pero aun así revisé de nuevo en mi cabeza el momento en el que lo había desconectado.
Todo parecía en orden, salvo el detalle de la bola. Era realmente absurdo que yo buscara la bola con la que aquella señora corriente me iba a adivinar el futuro, pero lo cierto era que la estaba buscado. Podía estar escondida en el sencillo mueble de madera situado en la esquina o podía estar debajo de la mesa, de forma que ella la sacara de un momento a otro para impresionarme.
Podían pasar estas cosas y muchas otras que yo siguiera imaginando, pero el leve sonido de una suela de zapato que rozaba el suelo hizo que me rindiera a la evidencia de que en aquella habitación no existía ninguna bola de adivina. En la estancia no olía intensamente a incienso, ni ella iba maquillada de forma estrafalaria —de hecho, no llevaba nada de maquillaje—, ni vestía una túnica larga de vivos colores. Tampoco lucía grandes anillos ni otras alhajas extrañas. Un tanto decepcionada —y aliviada al mismo tiempo—, por fin dirigí la mirada hacia la mujer, que permanecía en la misma postura esperando el momento de intervenir.
Iba a comenzar a examinar más detenidamente los escasos objetos que había sobre el tapete azul (una especie de calendario, una baraja de cartas grandes y un poco agrietadas y unas piedras de colores depositadas en el fondo de un pequeño cuenco de cristal) cuando pude oír su voz. Era una voz bien modulada que no destacaba por nada excepto por un suave balanceo. La mujer había descruzado los dedos de las manos, cuyas palmas descansaban, abiertas, sobre el tapete de terciopelo. No había dicho «qué tal estás, cómo te encuentras» o «cuéntame por qué vienes a verme» o «dime qué quieres saber», ni nada parecido. Había dicho «vamos a empezar, entonces». Solo eso. Yo, que aún no había abierto la boca, apreté de nuevo el bolso contra las piernas y luego lo dejé en la silla que había a mi lado. Quise decir «vale, de acuerdo, empecemos», o cualquier otra cosa por el estilo, pero solo conseguí asentir brevemente con la cabeza y esbozar una sonrisa absurda.
A ella debió parecerle suficiente porque enseguida se levantó, rodeó la mesa y se sentó en la silla que había a mi lado después de colgar mi bolso del respaldo. Se acomodó en ella con parsimonia y sonrió levemente. Unos pantalones de color azul marino, un jersey de lana fino, unos botines sin tacón y unos sencillos pendientes de oro era todo lo que su imagen me ofrecía.
Me entraron ganas de levantarme, coger el bolso y salir de aquella habitación. Tenía ganas de que ella desapareciera de mi vista y hasta pensé en darle un empujón antes de salir corriendo para no volver nunca más. Sin embargo, me limité a carraspear un poco y a pasar mi mano por el flequillo, como para cerciorarme de que seguía teniendo voz y pelo, de que nada me había ocurrido y de que nada malo me iba a ocurrir.
Sin que me diera cuenta, extendió sus manos para coger las mías. Y, de pronto, allí estábamos. Yo, con las manos frías depositadas en sus palmas, pequeñas y cálidas, y ella, como si dispusiera de todo el tiempo del mundo para estar conmigo. Como si yo le importara algo, como si no tuviera otra misión en su vida que tocarme las manos.
Se acercó un poco más y comenzó a examinarme los dedos, deteniéndose especialmente en las uñas. Su tacto era agradable, y al cabo de un rato noté que mis manos empezaban a entrar en calor y que por algún extraño motivo yo ya no tenía tanta prisa por marcharme. Me había vuelto las palmas hacia arriba y ahora estaba escrutando las líneas de mi mano derecha. La yema de sus dedos era suave y recorría despacio la palma de mi mano como si estuviera descifrando un mensaje escrito en una lengua desconocida. Hizo lo mismo con la izquierda y luego ella misma puso las palmas de mis manos sobre mis piernas.
Ahora ya no las tenía frías, sino que a través de la tela de los pantalones pude notar que desprendían un calor agradable y familiar. Sin darme cuenta suspiré y ella sonrió, esta vez de forma un poco más pronunciada.
Pensé que ya había acabado de hacer su examen, que se levantaría y que tras sentarse en su silla me diría que la vida me iba a deparar grandes sorpresas, que un cambio me esperaba y que tras un grave episodio —la muerte de un ser querido o un accidente quizás— iba a recobrar mi estabilidad y disfrutar de una madurez sin sobresaltos al lado de un hombre bueno. Pensé en estas y otras frases que las revistas baratas ofrecían en su sección del horóscopo, pero nunca hubiera imaginado que iba a acercarse un poco más a mí y levantarme ligeramente la barbilla para comenzar a mirarme a los ojos. No era una mirada agresiva ni misteriosa, sino que se trataba de una mirada acogedora que parecía navegar amistosamente por mis ojos, buscando algo que solo ella parecía saber.
No me asusté, sino que permanecí allí quieta, con las palmas de las manos sobre mis piernas, mientras ella continuaba leyendo en mis ojos. Estuvimos así mucho tiempo o al menos eso me pareció a mí, que ya me había olvidado completamente de la bola, de la túnica, del incienso, de mi bolso y del móvil.
Cuando acabó de mirarme, volvió a sonreír, pero esta vez la sonrisa no era cálida, ni acogedora, ni siquiera era una sonrisa formal, de cumplido. Era una sonrisa enigmática, con un matiz de compasión incrustado en los finos labios sin pintar, pero que dejaba traslucir, al final, la convicción de que todo estaba en orden o al menos en el orden que ella entendía.
De nuevo quise hablar, preguntarle qué había visto en mis manos, qué había leído en mis ojos durante tanto tiempo, por qué me había sonreído de aquella forma. Quería que ella me hablara, que me contara muchas cosas durante horas, que me revelara todos los secretos de mi vida, que resolviera todos los problemas que yo era incapaz de afrontar, que me diera soluciones mágicas, que me consolara, que me dijera que estuviera tranquila, que todo iba a ir bien.
Pero no dije nada. Ni hice nada. Solo estar allí sentada, con las palmas algo húmedas posadas sobre mis piernas. Entonces ella se levantó despacio y se sentó con cuidado en su silla. Ni siquiera fui capaz de girarme un poco para que mi cuerpo quedara frente a ella, sino que continué en la misma postura mirando al vacío. Entonces sacó un papel y una pluma de un cajón que quedaba oculto por el tapete de terciopelo azul y escribió durante un rato. Luego lo metió en un sobre de color crema y me lo entregó al tiempo que sonreía igual que lo había hecho al principio de nuestro encuentro.
Me levanté y noté que estaba un poco mareada. Ella asintió brevemente, como si en eso consistiera toda su despedida, y después de coger el bolso salí de aquella habitación apretando el sobre con la mano izquierda. Pagué apresuradamente a la chica que me había acompañado al principio y sin darme cuenta me puse a bajar por las escaleras de forma atropellada.
Salí a la calle y me senté en un banco. Me dolía la cabeza y tenía ganas de llorar. Con manos temblorosas abrí el sobre y saqué el papel. Leí lo que aquella mujer me había escrito con una letra elegante y un poco antigua y me quedé así mucho tiempo, con la lluvia que caía desde hacía ya rato resbalándome por el flequillo y mezclándose con las lágrimas que no podía contener.
Cuando el papel estaba casi a punto de deshacerse, lo guardé lo mejor que pude con manos temblorosas en la cartera. Para no olvidar aquella tarde, para saber que no me la había inventado. Para tener la certeza de que, pasara lo que pasara, no iba a volver a estar en esa calle mojada.
¡Qué intriga!