Era por la tarde. Yo estaba en una habitación desconocida, sentado en una especie de butaca de terciopelo y me afanaba en tallar una figura de madera con una navaja. Me resultó obvio, incluso estando dormido, que aquello era un sueño. La luz que entraba por la ventana era de un color extraño y yo decía: «Luz espuria, aire infausto». Luego bajaba la vista y continuaba tallando la madera, que resultaba ser un tótem. Cuando ya parecía que la cosa no daba más de sí, me ponía de pie con la figura en la mano y, asomado a la ventana, susurraba: «Todo está detenido en el estólido páramo».
Cundo me desperté, las palabras «espurio», «infausto», «tótem» y «estólido» aún no se habían evaporado del todo. Quise incorporarme para escribirlas en un papel, pero la cabeza me daba vueltas. Me pregunté si continuaba dentro del sueño, pero la luz que entraba por la ventana era de un amarillo normal y corriente de un día de agosto. Permanecí un rato tumbado en la cama de sábanas pegajosas, aturdido todavía por aquellas palabras extrañas y aquellas frases grandilocuentes. No tenía ni la más remota idea de lo que aquello quería decir. Luego, según pasaban los minutos, noté que me iba sintiendo cada vez más aferrado a esos términos que a lo que estos pudieran significar. Me daba igual el contenido, pero el sonido, la cadencia de un yo extraño en una habitación extraña tallando un tótem extraño y diciendo aquellas cosas extrañas me tenía aplastado, sudoroso. Atrapado.
Por fin me levanté y me fui directo a la ducha para ver si conseguía salir de ese estado aletargado. No tenía prisa. Era mi primer día de vacaciones y aquel sueño, en realidad, me parecía de lo más adecuado, algo diferente para empezar los días de descanso.
Fue estando bajo el agua caliente —yo siempre me ducho con agua caliente, aunque estemos a cuarenta grados— cuando me llegó un recuerdo tan remoto, tan olvidado que, por unos instantes, se me pasó por la cabeza que tal vez seguía dormido. Sea como fuere, el agua me susurraba imágenes. La idea de que continuaba en un sueño era cada vez más real, porque yo nunca hubiera pensado o dicho que el «agua me susurraba imágenes». No obstante, di permiso para que el agua caliente que me caía por la cabeza dijera lo que le diese la gana.
Allí, en medio del vaho, me vi sentado en el colegio. El profesor de Lengua —que ahora, entre el vapor del agua, entendía perfectamente que era un profesor de Literatura frustrado; o lo que es más, un escritor frustrado— nos hacía uno de esos juegos que a él le encantaban para estimular nuestra imaginación y que yo odiaba con todas mis fuerzas. Escribía en la pizarra una palabra cualquiera y luego, según nos iba señalando, nosotros debíamos decir una palabra que se nos ocurriera. Sin embargo, esto no era verdad, porque lo que él buscaba era que asociáramos no una palabra cualquiera, sino una que, junto con la que él había escrito en la pizarra, provocara una imagen única, distinta, rara. Estaba todo el día dando por culo con aquello del «binomio fantástico».
En la ducha, el recuerdo me llevó a una mañana lluviosa. El profesor había escrito en la pizarra «zapatero» y algunos de mis compañeros iban contestando cosas como «volador», «agridulce», «tridimensional» o «elástico». Cuando me llegó el turno, contesté:
—Remendón.
—Muy bien, Sanz, muy bien, «zapatero remendón». El colmo de la imaginación y de la originalidad.
Todos se rieron, claro. Yo también, aunque por dentro no me hacía ni puta gracia.
Debieron de pasar pocos días cuando hubo otra maldita sesión de binomios, esa vez con la palabra «botón». Yo había cerrado los ojos, como queriendo huir de aquella pesadilla, cuando el profesor me tocó en el hombro. Sin pensarlo, los abrí y mirando a la nada dije con una voz que no sabía de dónde me salía:
—Quimérico.
Se hizo un silencio. Los de las filas de delante se giraron y el profesor se quedó rígido. Alguien tosió y entonces él dijo:
—Hay esperanza en el mundo. Bravo, Sanz, bravo. Excelente. «Botón quimérico». Absolutamente genial. De hecho, vamos a escribir entre todos un cuento que se titule así.
No recuerdo nada del cuento aquel, pero sí de la siguiente clase. El profesor, un tanto excitado, había escrito en la pizarra la palabra «luna». Señaló a un par de chicos, pero enseguida se dirigió a mí, claramente expectante. Yo, para hacer resurgir la asombrosa magia de la vez anterior, había cerrado los ojos, pero de una manera más forzada. Al cabo de unos segundos de silencio total los abrí y dije:
—Lunera.
—Luna lunera —se lamentó el profesor—. Haga un esfuerzo, Sanz, reconecte con su sabiduría interior.
Yo volví a cerrar los ojos y luego, con una sonrisa de suficiencia casi grité:
—De plata.
Me parecía el colmo, una cosa como de poeta. Luna de plata. Luna de plata.
—¡Luna de plata! Usted es imbécil, Sanz, imbécil de remate. No, mejor dicho, ¿sabe usted lo que es? Usted es un básico. Eso es, una persona básica, hueca, sin relleno, sin ideas. Si nada. Luna de plata… Qué decepción después de lo del otro día. Básico, Sanz, básico. No lo olvide nunca.
Pero la verdad era que sí lo había olvidado hasta ese momento en la ducha.
Todo aquella mañana estaba resultando raro. Di al agua fría y salí al comedor chorreando, que es una de las cosas que uno puede hacer cuando vive solo.
Los días siguientes siguieron su curso normal y corriente. Aquel recuerdo me había sentado rematadamente mal, pero debía reconocer que mi vida era bastante sencilla, por no decir básica. Me levantaba tarde, sudado, me daba una ducha, desayunaba, ponía la tele, dormitaba, salía a por algo de comer, veía una serie, me asomaba al balcón y cosas por el estilo.
Hasta que una noche tuve otro sueño otro escenario particular: un corral con un par de gallinas y un perro muy flaco. Yo tendía unas fotografías en una cuerda que iba desde un árbol igual de raquítico que el perro hasta un saliente de la pared. Las imágenes eran en blanco y negro y estaban un poco borrosas. Yo —ahora me daba cuenta— tenía un puro en la boca y, sin quitármelo, me dirigía a las gallinas y balbuceaba: «Aves galliformes y sicofantas, emulad mi bravía existencia y demostrad que merecéis mi favor». Continuaba sin distinguir lo que retrataban aquellas fotografías. Cuando ya parecía que la imagen se desvanecía, me sentaba en el suelo —el puro había desaparecido y el perro era ahora un san bernardo— y mientras lo acariciaba decía no sé si para mí mismo: «El cielo cerúleo me desconsuela, tendré que morigerar mi murria o me veré abocado a la sima del esplín de la vida».
¿Cerúleo? ¿Morigerar? ¿Murria? ¿Sima? ¿Esplín? Me pregunté qué cojones me estaba pasando. Tardé mucho en poder levantarme de la cama. Todo me daba vueltas y pensé que de perdidos al río, así que me levanté como pude y me serví un vaso de ron que me fui tomando a traguitos sobre la cama pringosa. Cerré los ojos y continué disfrutando de los restos del sueño. Todo aquello, lo vi clarísimamente, tenía un sentido. Era una señal. ¿Qué quería decir? Quería decir, concluí, que la chispa de la imaginación que siempre había estado oculta en mí, salvo por aquella magnífica mañana en que solté lo de «botón quimérico», había renacido. Algo grande me esperaba. Algo había prendido y era imparable. El dique que había estado conteniendo mi vida durante tantos años se había roto y la genialidad se desbordaba.
Era momento de pasar a la acción. Di otro sorbo de ron, cerré los ojos para recrearme en aquella escena en el corral —cerúleo, esplín… seguían resonando— y abrí la aplicación de citas. Actualicé un poco mi perfil y no tardé ni dos horas en quedar con una chica para esa misma tarde. No quise apabullarla por el chat y me mostré como siempre, modesto, recatado, normal.
Me duché con agua fría, pues quería evitar que el agua caliente me trajera algún otro recuerdo que chafara de antemano la cita, me calenté una lasaña precocinada y me puse mi mejor polo y mis mejores bermudas.
Llegué a la cafetería con media hora de adelanto y me pedí un zumo de tomate. Era la primera vez que lo tomaba, pero me dio la sensación de que cuadraba bien con mi nuevo yo. Había bastante jaleo y, como no podía concentrarme en el libro que me había llevado aposta, me pedí otro zumo de tomate.
La chica llegó puntual. Vestía vaqueros y una camiseta de flores. Se sentó sin quitarse el bolso del hombro y nos miramos. No nos dimos dos besos ni nada. Tras unos segundos de silencio, pidió una cerveza y dijo.
—Bueno, aquí estamos…
—…
—Te pareces mucho a la foto de tu perfil. Hay cada engaño…
Yo di un sorbo del zumo de tomate y cerré los ojos durante unos segundos. Sin saber cómo ni por qué sentí la misma energía de los sueños. Allí estaba. Había llegado. Era mi momento.
—El clásico embeleco. Argucias vanas. Tretas nimias para lograr el arrebato fútil.
Ella me miró, con la mano agarrada al asa del bolso.
—Menudo imbécil. —Oí que decía una chica de la mesa de al lado.
—No sé qué se creerá —dijo otra.
La chica continuaba muda, seguramente embelesada, arrobada, seducida, fascinada. Continué, desatado:
—Ay, el engaño… No hay nada como la honorabilidad de la conciencia, huir de la falacia de un falso personaje egotista, reivindicar el incontrovertible y axiomático sentimiento de rectitud cuando uno…
—Me tengo que ir.
Era imposible. No podía marcharse. Tenía en la boca muchas frases y palabras que mi nuevo yo, agudo y perspicaz, apenas si podía contener. Aquello era pura magia.
—Un imbécil no, tía, un tarado —dijo la de la mesa de al lado bien alto.
La chica se había acabado la cerveza sin soltar el bolso y estaba ahí de pie. Yo tenía la boca abierta. Quería decirle que su belleza era paradisiaca, que su tez me recordaba las dunas del desierto, que su boca me despertaba sensaciones inefables, que lo nuestro sería sempiterno, inmarcesible, que si ella se iba yo me vería sumido en una aflicción que…
—Prefiero mil veces a uno básico que a un gilipollas —dijo la de la mesa de al lado.
—Así se dice, tía —la apoyó la amiga que la acompañaba.
Mi cita ya estaba saliendo por la puerta cuando, desesperado, grité:
—¿Y si te digo botón quimérico, qué, eh?
Pero solo oí unas risas, que no sé si eran las de los capullos del colegio que reverberaban en mi memoria, o las de las capullas de la mesa de al lado.
«Tranquilo, la estulticia tiene un largo recorrido, no desfallezcas ahora».
Y me pedí otro zumo de tomate.
Una gozada de lectura, que solo Michaleen Flynn hubiera podido definir: ¡Homérico!