En mi casa éramos muy rápidos. De siempre. Mi abuela caminaba muy deprisa, con sus piernas nervudas, y mi abuelo hablaba tan rápido que se atropellaba las palabras y no había quien lo entendiera. Mi madre también heredó esa velocidad vocálica y mi padre y yo, sobre todo cuando se enfadaba, tampoco entendíamos bien lo que decía. Una de sus muletillas favoritas era: «Venga, date prisa». No decía: «Vamos, que llegamos tarde» o «siempre vamos con la hora pegada». Ella era fiel al «venga, date prisa» con el «venga» siempre delante.
Mi padre también es muy rápido, pero en otras facetas: engulle la comida, se lee el periódico en diez minutos y es capaz de teclear 75 palabras por minuto, por ejemplo. Yo, claro, también salí rápido. Solo le veía ventajas. Haces las tareas en menos tiempo, no te detienes en tonterías, vas al grano, ganas en eficiencia y tu agilidad mental aumenta una barbaridad. Si, además, haces deporte, como correr todos los días, te sientes también ágil físicamente y eso da la sensación de vitalidad, de frescura, de estar despierto.
Lo único que parecía retrasarse un poco en mi trayectoria era encontrar novia. Iba un poco tarde para eso, según mis estimaciones. No por mi culpa, pues participaba activamente en la búsqueda de pareja, pero ellas no parecían comprender y compartir mi estilo de vida. Hasta que esa búsqueda se acabó.
Carolina. Aunque todavía no me había dirigido a ella por su nombre, en mi interior yo la llamaba Carol. Trabajaba en la recepción del hotel donde soy gerente. Me gustaba pasar a menudo por delante para saludarla o simplemente para verla. Siempre estaba sonriendo. Cada día aprovechaba un rato para conversar con ella; era fácil, le gustaba hablar y era de trato amable. Y guapa, muy guapa. Al menos, yo la encontraba muy guapa con su cara redonda, su pelo rizado y las gafas un poco caídas sobre la nariz.
Un día hice coincidir su salida con la mía. Como llovía y ella no tenía paraguas, le ofrecí compartir el mío y la acompañé hasta la parada del autobús. Ya en la calle, enseguida pude comprobar que Carol cambiaba un poco. Su hablar era menos profesional, menos claro, menos rápido que en la recepción del hotel. En nuestro breve paseo hasta la parada verifiqué que, quizá debido al cansancio después de trabajar, Carol tendía a hablar más lento y menos, aunque podía deberse a un cierta cohibición por mi compañía.
A pesar de que estaba lloviendo con bastante intensidad, ella no apuraba el paso, como si tuviera todo el tiempo por delante o no le importara lo más mínimo mojarse. Yo, que odiaba bastante la lluvia, me he quedé perplejo al ver la lentitud con la que caminaba. El paraguas compartido no era muy grande y los dos nos estábamos mojando los pies y los pantalones. Íbamos muy pegados el uno al otro, pero sin agarrarnos del brazo, y eso me permitió oler sus cabellos rizados, un aroma como de menta quizá potenciado por el efecto de la lluvia.
Y entonces, por primera vez en mi vida, me sucedió que quería acelerar el paso, darme prisa, y a mismo tiempo ir lo más despacio que pudiera, estirar hasta lo imposible la caminata y que no llegara nunca el momento de despedirnos.
—Qué bien huele —dijo Carol.
—Sí, me encanta cómo huele tu pelo —contesté sin saber por qué.
—¿Cómo?
—Tu pelo…
—Me refería a la lluvia.
—Sí, claro. La lluvia. Me encanta la lluvia —respondí.
Ella alargó la mano y dejó que sus dedos se empaparan.
—Lo limpia todo —dijo, un poco enigmática.
—Sí, es muy higiénica —contesté, de forma absurda.
No sabía muy bien qué decir, no dominaba este tipo de conversación sin un objetivo concreto que parece no llevar a ningún lado. Carol sonrió lánguidamente. Cuando llegamos a la parada yo no sabía cómo despedirme. Estaba pensando si darle la mano o quizás un beso en la mejilla, o tan solo decir un simple «hasta mañana» cuando ella se adelantó.
—Hasta mañana —dijo.
—Sí. Hasta mañana.
Me quedé ahí unos segundos, con el paraguas abierto a pesar de estar debajo de la marquesina; no sabía si añadir algo más a esta despedida que me parecía algo insulsa. El autobús llegó en ese instante y Carol subió sin darse la vuelta. No me quise quedar para decirle adiós con la mano o esperar a que lo hiciera ella al otro lado de la ventana, aunque era realmente lo que yo deseaba.
Hice el camino de regreso pensando en la nueva Carol. Una Carol menos habladora, más pausada, menos simpática y sonriente, pero más enigmática. No sabía si me gustaba más la Carol de recepción o la Carol de la calle; en esos momentos me parecían dos personas completamente distintas, aunque complementarias en cierta manera.
En los días siguientes, empecé a tratar con la dos Carol, la oficial y la extraoficial, y no tardé ni una semana en asumir que me gustaba más, o al menos me sentía más atraído, por la Carol extraoficial.
Había aceptado con total normalidad, desde el día de la lluvia, que la acompañara al autobús a la salida del trabajo. Muchos días, yo tenía que volver al hotel para seguir trabajando, pero no le decía nada para no incomodarla o que me dijera que no hacía falta que la acompañara.
Al cabo de unas semanas me preguntó de camino al autobús:
—¿Por qué tienes siempre tanta prisa?
—Ya sabes, siempre hay mil cosas que hacer y además me gusta provechar el tiempo…
—No. Me refiero a ahora. Por qué quieres andar más rápido de lo que andas.
—No, yo no…
—Sí. Se nota mucho. Estás como retenido.
—¿Tú crees?
—Si vas a seguir haciéndote el tonto es mejor que no me acompañes más.
Me sorprendió su sinceridad, que fuera tan directa y que me hablara en esos términos, cuando al fin y al cabo yo era su jefe.
—Ahora no eres mi jefe —dijo, leyéndome el pensamiento—, por eso te lo digo. Me gusta andar despacio, vivir despacio, en realidad. En el trabajo interpreto y hasta lo disfruto, pero luego no. Luego vivo despacio.
—Me gusta eso.
—No, no te gusta, pero podría llegar a gustarte —sentenció.
A partir de aquella conversación, la relación entre Carol y yo cambió. Empezamos a quedar alguna tarde cuando los dos librábamos. No solía suceder a menudo, así que siempre planeaba cosas que iba descubriendo que le gustaban a ella, como pasear por el Retiro, visitar algún museo o ver las puestas de sol desde el Tempo de Debod. Al principio, quería hacer muchas cosas con ella, por eso de que soy rápido y me gusta aprovechar el tiempo, pero enseguida me di cuenta de que con Carol las cosas no funcionaban así.
Además, me lo dejó claro.
—A veces me pones nerviosa. O te relajas o no quedamos.
—Tienes razón, Carol.
—Y no me digas más Carol. Me llamo Carolina. Tienes prisa hasta para decir mi nombre —me riñó.
—Me encanta Carolina también —dije, intentado salvar la situación.
En ese momento, me acordé de mi madre, de lo que habría dicho y de lo que estaría pensando de Carol, Carolina, y de nuestra relación.
—No te conviene, es muy lenta.
Mi madre había muerto dos años antes de un cáncer que se la llevó en menos de tres meses. Recuerdo una de nuestras últimas conversaciones:
—Qué lentos son estos médicos, no me están curando nada rápido.
—Mamá, esas cosas llevan su tiempo…
—Pues ya se pueden espabilar, que tengo muchas cosas que hacer.
—Hacen lo que pueden, mamá.
—La verdad es que no sé ni por qué estoy diciendo esto. Si ya sé que me estoy muriendo…
—Mamá, no, por favor.
—Ni por favor ni nada. Las cosas claras. Es mejor aceptarlo ya, que tengo que decirte unas cuantas cosas importantes y tengo que darme prisa.
—No hay ninguna prisa, mamá —dije, atemorizado.
—Mira que te doy una torta. Porque no tengo fuerzas, que si no…
—No te alteres.
—Eres tú el que me pone nerviosa. Mira, voy a terminar como yo sé, y tal y como he vivido: deprisa. Y mejor, no quiero sufrir más de la cuenta. Me voy a morir rápido.
Y, efectivamente, así fue. Se murió rápido.
Ahora me habría dicho:
—Parece un poco pánfila.
Y yo le habría contestado:
—Pero me encanta, y estoy descubriendo que se puede vivir de otra forma. Estoy disfrutando de cosas que antes me horrorizaban, y es gracias a ella.
—¡Qué tonterías dices!
—No son tonterías, mamá. Vivir deprisa no lo es todo ni la única manera de vivir.
—¡Qué raro hablas y qué cosas dices! Ya te ha abducido.
Sonreí para mis adentros y asentí. Mamá es incorregible, incluso muerta.
Unos meses después de que empezáramos a salir me rompí una pierna. De la manera más tonta. Había salido a correr, tal y como seguía haciendo, y me quedé embelesado mirando el color del atardecer. Era algo que había aprendido a apreciar desde que conocía a Carolina. Con la mirada perdida en el cielo rojo, metí un pie en un alcorque, caí y con la fuerza del trote me rompí una pierna.
Tenía que estar bastantes días inmovilizado. Pasé por momentos de máximo cabreo por no poder seguir trabajando, hacer deporte y salir con Carolina, pero luego, poco a poco y sin darme cuenta, empecé a cogerle el gusto a no hacer nada. Ni siquiera ver la tele. Ni siquiera coger el móvil. Ni un libro. Me empezó a entretener ver cómo amanecía, cómo se movía la cortina por el viento que esa primavera se colaba por la ventana, el trino de los pájaros (¿habían estado ahí siempre?), el olor a café que salía de la casa de algún vecino, el sonido del ascensor. Me empezó a gustar la cotidianeidad, el silencio, el vacío.
Carolina venía a verme a menudo. Al principio se mostraba paciente y encantadora; estaba admirada por mi nuevo temple, por mi nueva capacidad de deleitarme. Me traía comida, se tumbaba a mi lado en la cama y, en silencio, observábamos el vuelo de los pájaros y el movimiento de las ramas del árbol que había enfrente y al que nunca había prestado atención.
Pero poco a poco, sorprendentemente para mí, empezó a impacientarse.
—¿No deberías empezar a moverte un poco?
—Bueno, mi médico es de la vieja escuela, dice que es mejor que el hueso suelde bien para asegurar la recuperación.
—Pues ahora hay fisios que en nada te arreglarían eso. Ya debe estar soldado y te estás quedando blando.
Abrí mucho los ojos. Ella continuó:
—Sí, ¿no lo ves? Estás ahí todo el día como un bobo mirando por la ventana.
—Pero, Carolina, si eres tú la que me ha enseñado a disfrutar del no hacer y del vivir despacio…
—Sí, no te digo que no, pero todo tiene un límite. Y lo tuyo es más bien abandonarse. Mira. Ni te has afeitado.
—¿Quieres que me afeite?
—No, ahora ya no tiene gracia.
—Carolina, no te entiendo.
—Ni yo a ti. No se puede pasar de ser hiperactivo y rápido a ser un pánfilo. No es natural, sencillamente.
Me sorprendió que utilizara esa palabra, la misma que yo había imaginado que empleaba mi madre para definirla precisamente a ella.
—¿Cómo que no es natural si yo así lo siento?
—No, te has forzado, lo estás forzando, como siempre. Y para no variar te has dado mucha prisa en reconvertirte.
—Carolina, de verdad, no te entiendo.
—No te hagas el bobo, ya te lo advertí al principio. Si sigues así dejamos de salir juntos.
Y allí, en mitad de la tarde, con la brisa de la primavera entrando por la ventana, empecé a pensar en cómo ralentizar mi conversión a esa nueva manera de entender la vida despacio y que tanto me estaba gustando. Una especie de ralentización de la ralentización, si es lo que quería Carolina. ¿O acaso lo que pretendía era que me activara de nuevo? Y de hacerlo así, ¿debería hacerlo rápido o de manera gradual?
Todo era muy confuso. La miré y le pregunté:
—¿Qué tengo que hacer, Carolina?
—De momento, volver a llamarme Carol, a ver si así te espabilas.
Y yo cerré los ojos para ver si en la oscuridad volvía a encontrar algo de luz.