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Retiro

César no era un hombre especialmente detallista, así que me sorprendió bastante cuando me dijo que había preparado algo por nuestro aniversario. Estaba claro que hacer treinta años de casados le debía haber impactado porque en otras ocasiones incluso había llegado a olvidarse de la fecha. No solíamos hacer nada especial, a menos que yo ideara una cena o una escapada de fin de semana. No sucedía todos los años, básicamente porque no todos los años tenía ganas de ir a cenar o de irme un fin de semana con César. Una relación tan larga da para mucho y no soy de las que fuerzan las cosas. Me gusta ser clara. César lo sabe y, aunque a veces se mete conmigo porque dice que no soy delicada y que confundo la sinceridad con la brusquedad, en el fondo le gusta tener un contrapunto a su carácter un tanto melifluo, al menos en casa. Nunca he conseguido imaginarme del todo a César en el trabajo. Pasar ocho o diez horas en el departamento de ventas de una multinacional de refrescos con su talante no hace sino que me imagine que, en el fondo, tiene una especie de doble personalidad.
Últimamente, sin embargo, está apagado y triste. Sin fuerzas. Le queda poco ya para la jubilación y no ve el momento de dedicarse a sus hobbies: la medicina china, el baile y la lectura, aunque no necesariamente en ese orden. Así que cuando me dijo que había preparado una sorpresa, me alegré doblemente: por él y por nosotros. Lo cierto es que la alegría no me duró mucho. Irnos cinco días a un retiro en las montañas de Prades en Tarragona me dejó al mismo tiempo atónita y defraudada. No es que esperara algo romántico, como un viaje a París o a Florencia, pero ya que se había animado a organizar una sorpresa bien podía haber sido una salida a Sevilla, o, que sé yo, a Cuenca mismamente. Una pequeña ciudad, unos paseos, unas tapas, un hotel bonito…
—¿Un retiro de cinco días? ¿En Tarragona? —dije en un timbre de voz algo más alto de lo que hubiera sido el entusiasmo.
—Sí, Merce, nos va a venir fenomenal. Yo ando algo cansado y tú todo el día con clientes y proveedores en el herbolario. Además, allí no paras de hablar y te noto cansada, vamos a volver como nuevos.
—No sé, César, ya que te has arrancado podías haber preparado otra cosa, no sé, un fin de semana en un hotel rural, o tres días en la playa, hay mil cosas mejor que un retiro.
—Retiro, retiro… Merce, no exageres. Es un lugar precioso en la montaña, la finca está cuidada, la casa es muy bonita y vamos a respirar aire puro, que falta nos hace. Últimamente no salimos ni a la sierra a dar un paseo. Yo, todo el día trabajando y tú metida en la tienda.
—Si no te digo que no, pero… no sé. Sabes que no me gustan esas cosas, yo soy más de ver y conocer. ¿Cómo es que te ha dado por ahí?
—Bueno, hace tiempo que lo vengo pensando y he dicho: «¿Qué mejor ocasión que esta?».
No dije nada, claro. Se lo veía ilusionado y hasta entusiasmado. Sus ojos verdes tenían un brillo que hacía tiempo que no veía, así que claudiqué a mi manera.
—Está bien, gordi. No debe estar tan mal…
Así que cogimos el coche y llegamos a La Calma. El lugar era efectivamente precioso. Esos primeros días de noviembre, el otoño estaba en su mejor momento. Hacía frío, pero el sol daba cierta calidez a la finca e iluminaba los colores de los árboles. Por un momento, abandoné mis resistencias y me entregué a la belleza del paraje.
Cuando entramos en el vestíbulo, estaban prácticamente todos. Yamir, el coordinador y organizador del retiro, esperó a que llegaran cuatro personas que faltaban y se presentó. Tenía una voz suave que contrastaba con un cuerpo ancho y grande. Sus manos se movían delicadamente mientras empezaba a explicar las características de la casa y en qué iba a consistir el retiro.
Según iba oyendo repetidamente las palabras «silencio» y «meditación» se me iban abriendo las carnes. César me había ido diciendo durante el viaje que iba a ser una experiencia para descansar, estar en contacto con la naturaleza, comer sano (¿cómo se cree que comemos en casa con los productos que vendo en el herbolario?) y encontrar un poco de calma y de paz. Pero no había especificado en ningún momento que esa calma y esa paz vinieran de estar todo el rato en silencio y meditando.
Conocía perfectamente ese perfil. Así son algunos de los clientes de la ecotienda. Me han contado todo tipo de experiencias, la mayoría satisfactorias, aunque yo no termino nunca de creérmelas del todo porque la verdad es que a algunos de ellos no los veo nada bien por mucha alga kombu, cúrcuma y tofu que tomen. Yo no soy tan estricta, me gusta cuidarme, claro, pero me enerva un poco ese tipo de sectarismo. Yo, si me ponen un plato de jamón ibérico, no le hago ascos, y no he querido renunciar a comer huevos porque me encanta la tortilla de patata. Digamos que soy medio vegetariana, sin más complicaciones.
Estaréis pensando entonces que de qué me quejo. Una señora de cincuenta y tres años dueña de una ecotienda y un marido a punto de jubilarse al que le apasiona la medicina china. Podría parecer que somos la pareja perfecta para un retiro, pero no, no os confundáis. A mí me gusta hablar, me gusta la gente, me gusta viajar, me gusta hacer cosas.
Allí, por lo visto, hacer íbamos a hacer poco, al menos en el sentido estricto de la palabra. Todos parecían encantados. Se habían vestido para la ocasión. Mallas, pantalones hippies, sudaderas holgadas, zapato de media montaña y mucha lana. César también se había puesto ese uniforme, pero yo no había querido prescindir de mis vaqueros, al menos en primera instancia. El sol entraba por los ventanales del salón comedor y Yamir sacaba una lista de los grupos que había hecho. Abrí mucho los ojos y miré a César, que me contestó levantando las cejas y los hombros ligeramente. Aquella gente se estaba tomando muy en serio lo del silencio porque nadie decía nada. O estaba perfectamente enterada de cómo iba la cosa o estaba dispuesta a aceptar lo que le echaran.
Me tuve que morder la lengua para no preguntar qué tipo de grupos eran esos y para qué. No tuve que hacerlo durante mucho tiempo porque la voz acaramelada de Yamir ya se estaba ocupando de nombrarnos e indicar nuestras tareas. ¿Tareas? Aquello se estaba poniendo feo. César sabía que me estaba encendiendo porque me conoce, así que me acarició la mano con una presión algo más fuerte que la de una caricia. Acaso como suplicándome que no la liara o quizá sacando ese lado autoritario que debía tener en su otra vida en el trabajo.
Y por fin me nombró: Mercedes Atienza. Junto con otros nombres que olvidé inmediatamente cuando oí que nuestro servicio de colaboración para esos días iba a ser la cocina.
—¿La cocina? —dije sin poder contenerme más.
—Sí, Mercedes, la cocina. Vuestro grupo se encargará de ayudar a los dos cocineros y de recoger y fregar los platos cuando todos hayamos acabado de comer. No estamos reñidos con la tecnología, pero nos gusta volver a lo natural. No tenemos lavadora ni lavavajillas. De hecho, algunos ya os habréis dado cuenta de que no tenemos cobertura. Eso sí, disponemos de un teléfono fijo por si surge alguna emergencia.
¿Sin cobertura? ¿Fregar los platos de todos? ¿Y habíamos pagado por eso? No sabía por qué escandalizarme más. Pero mientras me decidía a abrir la boca para protestar a pesar de las miradas de César (esta vez sí de auténtica súplica), Yamir había soltado otra perla. Aquel hombre era una caja de sorpresas, aunque realmente la única sorprendida parecía ser yo. Ignoraba si César sabía todo esto o también era nuevo para él; en cualquier caso, daba la sensación de que no le suponía ningún contratiempo. Es más, parecía que incluso le gustaba. A su grupo le había tocado el mantenimiento y limpieza de la parcela. Yo no daba crédito. Ahí estábamos unas veinte personas que seguramente habíamos pagado un dineral para estar en silencio y trabajar para otros. ¿Qué mierda era esa? ¿Y qué mierda de regalo de aniversario era ese?
Pero la broma no había acabado. Yamir tenía más. Ahora estaba hablando del reparto de habitaciones. Yamir nombraba cada vez a una persona y un número de habitación, así que no tardé ni diez segundos en alarmarme. «Celda» llegó a decir cuando nombró al segundo. Estaba a punto de preguntar cuando dijo:
—Mercedes Atienza, habitación número tres.
—Disculpa, Yamir, verás. Yo he venido con mi marido. Es nuestro regalo de aniversario.
—Sí, Mercedes, César ocupa la habitación número cuatro.
—Quiero decir que he venido para estar con mi marido en la misma habitación. O celda, como tú la llamas.
César se había puesto colorado y se retorcía los dedos.
—Eso no va a ser posible, Mercedes, pero, tranquila, vais a vivir una experiencia inolvidable. Seguro que salís fortalecidos.
¿Fortalecidos? ¿Pero qué iba a saber ese mamón de voz aflautada de lo que César y yo necesitábamos o no? Celda. Celda. Celda. Aquella palabra me estaba explotando en la cabeza y eso hizo que no pudiera replicar. Me estaba volviendo loca, eso debía ser, para seguir allí de pie sin decir nada mientras todos aquellos tarados sonreían como memos ante tamaño disparate.
César ya se había juntado con su grupo. El mío también se había unido, aunque por sus caras no parecían tan contentos como los demás. Suspiré discretamente al hallar por fin una esperanza. Como yo no me movía de mi sitio, se acercaron y nos presentamos rápidamente. En resumen: una psiquiatra, un psicólogo, un maestro, una directora de marketing y yo. Fenomenal. Aquello iba mejorando. Rápidamente hice mi composición: dos desequilibrados, uno deprimido y una estresada. Y yo. No es por presumir, pero la verdad, me parecía yo que les daba cien vueltas.
Antes de que me pudiera dar cuenta (mis reflejos iban cada vez a menos en aquel lugar) estábamos dirigiéndonos a nuestras «habitaciones». Yamir nos acompañaba a cada uno hasta la puerta y nos entrega una llave como la del monasterio de El nombre de la rosa. Y de pronto, allí estaba, plantada con mi maleta de flores en medio de una estancia fría de dos metros por dos metros con una cama monacal, una mesilla con una lamparita, una silla de mimbre y un pequeño armario. Ni televisión, ni teléfono, ni baño, ni espejo.
Sin fuerzas, me dejé caer en la cama y metí la cara entre las piernas. Aquello era una broma. Una broma. Sí, eso era. Una broma. De mal gusto, pero una broma. Como no tenía ninguna gracia, de pronto me salió todo el cabreo. Di un puñetazo al colchón y dije tres o cuatro palabrotas. Luego cogí el teléfono para mandar un mensaje a César, pero no me acordaba de que estábamos en las cavernas y no había cobertura.
Salí de la habitación y al pasillo largo y silencioso y di unos toques en la puerta de César. No abría. Pegué la oreja y susurré:
—César, o sales o te mato.
Nada, solo había silencio. Por unos momentos pensé que igual había salido, pero no le podía haber dado tiempo. Insistí con los golpes, traté de abrir la puerta, pero como estaba cerrada volví a mi celda. Vamos a llamarlo así, porque eso es lo que era. Ya lo había dicho Yamir el santo.
Una vez dentro de la celda, di unos golpes en la pared. Si había que emplear métodos prehistóricos, así lo haría. Me daba igual lo que tuviera que hacer. Ahora tenía una misión y esa era conseguir las llaves del coche para huir en cuanto pudiera. Si eso fallaba, ya me las arreglaría para que alguien me llevara hasta un tren o un autobús. O un taxi. Me daba igual. Como si tenía que hacer autoestop. Estaba planeando con más detalle mi huida cuando un papel asomó por debajo de la puerta. Era de César y decía: «Por favor, Merce, perdóname, lo siento, no pensé que esto iba a ser tan austero, pero por favor no te vayas. Es importante para mí que estés aquí a mi lado. Aunque no lo creas, esto nos va a sentar fenomenal. En cuanto se te pase la furia, verás que el sitio es precioso y que no va a ser tan malo como estás pensando ahora. Si te quedas, da dos golpes en la pared».
Me eché a reír, tanto que casi me ahogo. Di unas cuantas palmadas en la cama para desfogar mis carcajadas y sin darme cuenta di dos golpes en la pared. Es lo que tiene estar alienada y querer a tu marido.
Voy a resumir la jornada: paseo en silencio, meditación, comida en absoluto silencio solo roto por el incómodo ruido de los cubiertos contra los platos, recogida de las mesas y fregada de platos, también en silencio, claro, descanso en la celda, otra meditación, breve paseo, cena en absoluto silencio solo roto por el cada vez más incómodo ruido de los cubiertos contra los platos, recogida de las mesas y fregada de platos, también en silencio taciturno, y retirada a las habitaciones para dormir. A las ocho y media de la tarde. Digo «tarde» porque a esas horas muchas veces estoy saliendo de la ecotienda. Y porque nadie está en la cama a esas horas. Nadie normal, al menos. Pero yo estaba agotada. Agotada de no hablar, agotada de recibir sonrisas sobornadoras de César, agotada de fregar, agotada de todo. No hice intento de hablar con César. No toqué su pared, ni su puerta. Así que sin rechistar me fui a la cama y, sorprendentemente, me dormí enseguida.
Hasta las cinco de la mañana, claro. Había dormido casi nueve horas. Tenía frío a pesar de las mantas y por el ventanuco no entraba nada de claridad. Me puse un chándal sobre el pijama, el abrigo, cogí una manta y salí al pasillo. No se oía nada. Ni siquiera un ronquido. Me pregunté de qué estaban hechas esas paredes. Caminé sin hacer ruido y comprobé que la puerta estaba cerrada, pero tenía las llaves puestas por dentro. Al menos no era una cárcel en toda regla. Salí a la parcela y me alejé un poco de la casa. A lo lejos me pareció ver una figura, me acerqué y vi que se trataba del psicólogo. No se sorprendió de verme. Estaba ahí sentado fumándose un porro. Me acomodé a su lado con la manta cubriéndome los hombros y sin decirme nada me pasó el canuto. Hacía muchos años que no fumaba, pero allí no se podía hacer nada más, así que lo acepté y le di una calada. Ma mareó un poco y me tumbé. Él hizo lo mismo. También había salido con una manta. Di otra calada y observé el cielo. Aquello era bellísimo. No había ninguna luz artificial y se veían las estrellas y las constelaciones perfectamente. Estaba atrapada en esa visión, tanto que no podía articular palabra. El psicólogo seguía fumando y pasándome el porro en silencio. También él parecía subyugado.
—Mañana nos dejan bajar al pueblo una hora.
Y aquello era justamente lo que yo necesitaba. Un porro, un cielo de ensueño y unas palabras cuerdas. Me sentía tan a gusto que no me di cuenta de que me quedaba dormida. Cuando me desperté empezaba a amanecer y el psicólogo no estaba. Volví dando algún traspiés a la casa, donde ya se oían preparativos en la cocina.
Después de ir al baño comunitario (donde pude comprobar que mi aspecto, a pesar de haber dormido tanto, era deplorable), me encontré en el comedor con César. Tenía buena cara. Él sí. Parecía relajado y descansado y me pregunté si era yo acaso la que contribuía al cansancio y malestar que mostraba últimamente. No podía pensar con claridad, así que me entregué al frugal desayuno y me tomé dos vasos de la extraña infusión (incluso para mí, que me las conozco casi todas) que estaba distribuida en jarras por todos los sitios de La Calma.
Después de recoger el desayuno y fregar, otra vez, los platos, hicimos una pequeña meditación. Yo casi me vuelvo a dormir entre el olor a incienso, el calor extrañamente intenso de la sala y la voz absurda de Yamir. A punto de dormirme pensé que aquel Yamir a mí no me la daba. Esa corporalidad no se llenaba de algas, quinoa y seitán solamente. No, allí había algo oscuro. Seguro que en su «celda» había televisión y un frigorífico lleno de guarradas y grasas trans. Mi delirio terminó cuando oí que todos se levantaban.
Yamir nos informó de que en quince minutos debíamos estar listos en la entrada para que el autobús nos llevara al pueblo. Disponíamos de una hora para ser libres. Como borregos, nos juntamos por grupos. El psicólogo y el maestro no tenían buena cara. La directora de marketing tampoco, pero se había maquillado con esmero para disimularlo. La única que parecía descansada era la psiquiatra, seguro que se había tomado alguna pastilla.
Llegamos al pueblo y los cinco nos sentamos a una mesa fuera del bar. Hacía frío, pero el sol calentaba ligeramente y se ve que todos teníamos ganas de estar al aire libre. Me pedí un chocolate con churros que nunca tomo y me sentó a gloria. Y me fumé tres cigarrillos del maestro. Curiosamente, ninguno habíamos llevado el móvil, como si ya lo hubiéramos dado por perdido, así que hablamos de todo un poco, estábamos alicaídos y sin ganas. Ellos eran repetidores.
—No me lo puedo creer. Estáis como putas cabras —solté.
—Sí —dijo la psiquiatra—. Lo cual me pareció de lo más sensato.
—Al final esto te engancha —señaló el maestro.
—Y no está tan mal —remató la directora de marketing.
—Sí, sí, lo que digáis —señalé mientras remataba el cigarrillo.
Volvimos a La Calma. Yo había evitado mirar y buscar a César en el autobús y mientras estábamos en el pueblo. Me sentía a la vez enfadada y al tiempo como una extraña con él. Como si no nos conociéramos. Antes de la hora de comer me asomé por el ventanuco de mi celda y vi a César. Allí estaba recogiendo con un palo acabado en un pincho las hojas que se habían caído de los árboles. Lo hacía tranquilamente. Sin prisa. Como recreándose en cada hoja. Llevaba un cesto de paja colgado del hombro y allí iba depositando las hojas muertas. El tenue sol de noviembre le iluminaba la cara y por unos momentos pensé que era feliz así. Salí de la celda y me situé delante de él. Casi se sobresalta al verme. Nos quedamos mirándonos en silencio unos segundos. Luego dijo:
—Te amo, Merce.
No dijo «te quiero». Dijo «te amo». Era la primera vez que César me lo decía. Le miré a los ojos y vi que los tenía húmedos. Yo continuaba callada. Sencillamente, no podía decir nada. Al poco, César metió la mano en el bolsillo del chándal y sacó las llaves del coche. Me las puso en la mano y yo las cogí sin decir nada. No dije «te amo» ni «te quiero» ni «gracias» ni «lo siento». Tampoco le dije: «César, tú estás muy raro». O: «César, vámonos a casa».
Me di la vuelta, metí mis cosas en la maleta de flores y me fui. En los pocos metros que me separaban del coche iba pensando en qué emisora iba a poner, qué mensajes de wasap iba a enviar y a quién, dónde iba a parar a tomar algo. Luego me vi en casa cenando delante de la tele con una bandeja. Y quedando con alguien para tomar unas cañas y reírnos de lo que había vivido.
Sin embargo, hice el camino en silencio y cuando llegué a casa no puse la tele. Me asomé a la ventana, pero no se veían estrellas, y por un momento, solo por un momento, me pregunté si la que era rara era yo.

*A mis queridos Dani y Espe, protagonistas inesperados de este relato que he «tuneado» a mi manera.

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