¿Quieres escucharlo?
Había perdido la oportunidad de subir de nivel en la oficina y llevaba unas semanas un tanto deprimido. No tanto por seguir siendo un oficinista raso (lejos de molestarme, era un puesto donde encajaba perfectamente), sino por lo que eso implicaba en casa. Aunque Maribel me había consolado los primeros días, su mirada no conseguía contener la rabia que sentía. A veces, cuando me quedaba adormilado en el sofá, la sorprendía observándome con un rictus de hastío, incluso de antipatía, que se transformaba de forma automática en una mueca que trataba de parecer una sonrisa y que le daba un aire maquiavélico.
Maribel quería dejar de trabajar en el supermercado. Maribel quería prepararse unas oposiciones, pero no tenía tiempo. Maribel quería irse de vacaciones con su hermana y su marido un año más, pero le gustaría cambiar Gandía por Ibiza. Maribel, en fin, quería mi ascenso por encima de todo.
Tras unas semanas de silencio y pesadumbre por mi parte, Maribel consiguió cita con un psicólogo, marido de una clienta. Nos iba a hacer un precio especial, dijo.
—No puedes seguir así, Mati, estás hecho una piltrafa.
—Ya…
—Te tienes que recuperar.
—Sí…
—Sí, sí, no lo digas con esa voz, que ya está bien. No puede uno andar regodeándose en el drama.
—Bueno, yo no lo veo como drama, la verdad…
—¿Entonces? —dijo Maribel cruzándose de brazos.
Yo no me atrevía casi ni a mirarla. Sus ojos empezaban a transformarse sin que ella se diera cuenta.
—¿Entonces? —repitió.
—Es por tu mirada —me atreví a decir en un susurro.
—¿Perdona?
—He visto cómo me miras.
—¿Y cómo se supone que te miro si se puede saber?
—Es difícil explicarlo.
—Pues haz un esfuerzo, a ver si entiendo algo —dijo en un tono de voz más alto mientras la vena de su cuello se empezaba a hinchar.
—Si te pones así…
—Ni pongo así ni me pongo asá. Déjate de tonterías y explícate.
Su vena estaba cada vez más hinchada y el escote se le había empezado a poner rojo, síntomas inconfundibles de que iba a explotar en breve. Resopló con fuerza y no tuve otro remedio que seguir.
—Pues me miras raro. Es una mezcla…
—¿Una mezcla?
—Sí, una mezcla de aburrimiento, impaciencia y antipatía.
—Tú no estás bien, Mati.
—No, la verdad que no. Me noto ahogado.
—Pues déjate de miradas y de chorradas y ponte las pilas.
—Es que no sé cómo hacerlo, no me salen las fuerzas.
—Pues te las apañas. Y en la oficina con la cabeza muy alta y a no desaprovechar la siguiente oportunidad.
Me atreví a levantar la mirada y posé mis ojos en los suyos. Allí encontré una combinación de hartazgo y de ira con algo más que no pude descifrar en ese momento. Lo que estaba claro es que Maribel no me soportaba en esos momentos, pero seguía luchando por que yo lograra un mejor puesto de trabajo; no debía confiar mucho en mí, a la vista de cómo me miraba y me trataba, pero debía haber decidido darse a ella misma una última oportunidad.
¿Cómo iba a decirle que yo, en el fondo, estaba contento con mi puesto de oficinista raso? ¿Que subir de nivel suponía más responsabilidad, más horas de trabajo y más objetivos que cumplir? ¿Que yo estaba bien tal y como estaba? ¿Que este año no quería ir a Gandía con su hermana y su marido, sino que nos fuéramos los dos solos unas semanas al pueblo para dar paseos por el campo, echar siestas largas en las horas donde solo hay silencio y mirar las estrellas por la noche tumbados en la era?
Maribel me consiguió cita con el marido psicólogo de la clienta del súper. No me dio muchas opciones.
—Vas el martes, subes y escuchas todo lo que te diga. Es un hombre muy listo.
Me encogí de hombros y ahí se acabó la conversación.
El martes fui a la consulta. Resultó ser un hombre campechano y alegre que no tenía nada que ver con la imagen que yo me había hecho de un psicólogo. Me apretó la mano con vigor al tiempo que me palmeaba el brazo con la otra y me dijo que me sentara. Le conté brevemente lo de la promoción y cómo me sentía. Como era la primera vez, no le conté lo de que en realidad lo sentía más por Maribel que por mí, aunque como era psicólogo igual lo adivinó o lo supuso.
—Estás pasando por una especie de luto. Has perdido algo, en este caso una oportunidad, y te debates entre la negación, la rabia y la tristeza. Son fases habituales de este proceso.
Yo no sentía ni tristeza ni negación ni rabia, solo un cierto cansancio, como si la vida pesara un poco más de la cuenta.
—Lo que tienes que hacer es cuidar tus pensamientos y tus palabras.
Lo miré con ojos desvalidos.
—¿En qué piensas últimamente? —me preguntó.
No le dije que solo pensaba en cómo decirle a Maribel que no quería ir a la playa con su hermana y el cuñado, sino pasar los dos solos las vacaciones en el pueblo.
—Pienso en lo que he perdido, en la oportunidad perdida —mentí.
—Bien, es normal, pero hay que dar paso a otro tipo de pensamientos. ¿Sueles hablar contigo mismo?
—¿En alto, te refieres?
—Sí, en alto o en bajo, para tus adentros, vamos.
—Imagino que sí, como todo el mundo, ¿no?
—A ver, ponme un ejemplo —me animó mientras sonreía abiertamente. Parecía un hombre sin problemas, una de esas personas que se comen la vida a bocados.
Decidí improvisar.
—Soy imbécil… No he sido capaz de subir de puesto… —dije por decir algo.
—Bien, bien. ¿Te has escuchado? Te acabas de insultar y continúas regodeándote en la pérdida. Además, te hablas en primera persona.
Decidí no contestar y guardar silencio. No sabía muy bien de qué estaba hablando y no sabía adónde quería ir a parar.
—Si quieres variar la percepción que tienes sobre ti debes cambiar tu diálogo interior. La forma en la que te hablas a ti mismo condiciona tu capacidad para afrontar las dificultades y determina la toma de decisiones, ¿entiendes?
—No mucho.
—Pues que para afrontar las cosas de la vida lo mejor posible debes pensar en positivo, debes reforzar tu autoestima. Y, para ello, debes hablarte en otro tono. A ver, prueba.
—No me sale nada…
—Di: «puedo con todo» o «soy válido» o «lo voy a conseguir». Repite.
—Puedo con todo, lo voy a conseguir —dije con un tono un poco artificial.
—Bueno, es normal que al principio te cueste. Se trata de ensayar. Escribe una serie de afirmaciones en un papel y llévalas contigo; en cuanto puedas, en el baño o en casa, las vas diciendo en alto. Mejor si las dices mirándote al espejo.
Me despidió con otro vigoroso apretón de manos y una sonrisa desmedida.
En casa, Maribel me estaba esperando ansiosa. Le conté lo de que debía mejorar mi autoestima sin detallar lo de las frases, puesto que, realmente, me parecía una estupidez.
—¿Has entendido todo lo que te ha dicho? —preguntó mientras sacudía con fuerza la ropa que estaba colgando.
—Sí, le he escuchado atentamente.
—Muy bien, pues aplícate el cuento, a ver qué te dice la semana que viene.
El martes siguiente fui a la consulta y, tras el consabido apretón de manos energético, enseguida entramos en materia.
—¿Qué tal va? ¿Cómo ha ido la semana?
—Bien —dije escuetamente.
—¿Has practicado lo de las repeticiones?
—Sí —mentí.
—¿Te sientes mejor?
—No mucho, la verdad…
—Una semana es poco tiempo, las autoafirmaciones requieren práctica y más práctica. A ver, dime una de las que has estado practicando para que vea yo cómo te suena.
Tras unos segundos de incertidumbre, dije lo primero que se me vino a la cabeza.
—Soy increíble, soy el mejor —dije poniendo todo el entusiasmo del que era capaz.
—Está bien, pero la voz y el timbre no te acompañan. Además, quizá has optado por unas autoafirmaciones demasiado elevadas… Es como si no te las creyeras… —reflexionó—. Pensar cosas positivas de uno mismo es una herramienta muy útil para aumentar la autoestima, pero no vale cualquier comentario si no estás convencido. Puede volverse en tu contra. Es lo que creo que te pasa a ti.
De pronto se calló y me miró profundamente a los ojos, como leyendo mis pensamientos más íntimos, que estaban dirigidos al reloj de la pared que se empeñaba en no avanzar sus manecillas.
—Vamos a dar un paso más o, mejor dicho, vamos a cambiar de estrategia —dijo con un nuevo impulso de voz.
Yo me lamenté por dentro. Había confiado, por unos segundos, en que abandonara todo aquello de las frases y ahora salía con lo de probar con una nueva técnica. Aquel hombre me abrumaba y me agotaba.
—Vas a hablarte en segunda persona. Es la manera en la que las autoafirmaciones son más eficaces. Y vas a pensar en situaciones futuras. Hay estudios sobre imágenes cerebrales que demuestran que cuando alguien piensa en una situación agradable de algo que realmente le importa se activan en el cerebro las áreas relacionadas con la recompensa y recibimos mayor energía para tomar decisiones —explicó—. Cuando nos tratamos a nosotros mismos ante situaciones complicadas en segunda persona tomamos mayor distancia de las emociones y somos más racionales. Es como si nos viéramos desde fuera y así aprendemos a no ahogarnos en un vaso de agua ante los problemas.
Me miró con los ojos brillantes, mientras yo continuaba arrellanado en la butaca deseando que se acabara aquella maldita hora.
—Por ejemplo —continuó, inasequible al desaliento—: «Cuando consiga el nuevo puesto, haremos un gran viaje».
Estaba empezando a hartarme de aquel hombre. Las ganas de decirle que me importaba un bledo el trabajo y hacer un gran viaje y que lo único que yo quería era irme con Maribel unas semanas al pueblo y estar tranquilo eran cada vez mayores. Él se debió de dar cuenta de que algo no iba bien, tal vez mi semblante era más taciturno de lo que yo creía o quizá mi piel tenía un color demasiado pálido.
—Por hoy está bien, no vamos a ensayar. Hazlo en tu casa, tranquilamente, pero es bueno que lo hagas. Mírate al espejo y di: «Venga, Mati, vas a recuperarte y vas a resolver esta situación». Poco a poco eso irá calando en ti, aunque tú no te des cuenta. Tu cerebro se encargará de ello —dijo guiñándome un ojo—. Si te cuesta mucho al principio, escríbelas, eso seguro que te ayuda.
Y me arreó otro apretón de manos atlético y vital que terminó de mermar mis fuerzas.
Por el camino fui pensando en qué decirle a Maribel para que se quedara contenta sin tener que contarle todo aquello de las autoafirmaciones, así que consulté en internet un par de teorías.
—La autoestima es la decisión tomada por un individuo como una actitud hacia el yo. Nosotros estamos trabajando la evaluación emocional subjetiva general del individuo sobre su propio valor.
—Ahh —dijo Maribel al tiempo que sus ojos mostraban, por primera vez, algo parecido a la admiración.
Aquella noche no conseguía dormir. Había estado soñando con una playa llena de gente y con un anciano que se ahogaba y al que nadie trataba de ayudar. Me desperté sudando, y aprovechando la calidez del mes de junio, salí al balcón. Estuve pensando en aquello de las afirmaciones y, aunque me parecía un poco estúpido, decidí probar a escribir alguna para ver si me ayudaba a ordenar mis ideas y a poner palabras a lo que llevaba semanas deseando decirle a Maribel. Tal y como estaba de ánimo, no me veía capaz de soportar quince días en el apartamento con su hermana y su marido.
Me levanté a por un cuaderno y después de pensar un poco escribí: «Díselo, seguro que lo va a entender». «Vas a pasar unos días estupendos, de los que hace mucho que no disfrutas». «Qué bien te vas a sentir cuando te atrevas a decírselo». Cerré el cuaderno, lo dejé encima de la mesilla y, sin saber si se trataba de autosugestión o qué, me quedé dormido al instante.
Al día siguiente, al volver de la oficina, Maribel estaba sentada en el sofá con el cuaderno en la mano.
—O sea, que se trataba de esto —dijo dando golpes en la tapa del cuaderno con la uña.
Me quedé callado, con la americana en la mano, la corbata aflojada y la mirada perdida.
—Cuando pienso en todo lo que me ha costado animarte estas últimas semanas. Qué imbécil he sido. Y yo creyendo que estabas deprimido por lo del trabajo…
Se quedó callada unos segundos y con una voz impostada leyó: «Díselo, seguro que lo va a entender. Vas a pasar unos días estupendos, de los que hace mucho que no disfrutas. Qué bien te vas a sentir cuando te atrevas a decírselo».
—Cómo he podido ser tan estúpida, por dios…
Necesité unos segundos para entender lo que estaba ocurriendo, pero no conseguía articular palabra.
—Mírame y dime cómo se llama —me dijo con la vena un poco hinchada y el escote enrojecido.
—Maribel, esto es un error.
—Tú sí que eres un error. Un error desde el principio.
—No, verás, solo son autoafirmaciones. Aquello que te conté ayer de la autoestima y la actitud hacia el yo, pero en segunda persona.
—No me líes, Mati, y deja de decir cosas raras que no entiendo. Lo que sí entiendo y bien clarito, además, es que estás con otra. ¿Cuándo me has dicho a mí eso de que «vas a pasar unos días estupendos, de los que hace mucho que no disfrutas»? No me lo puedo creer, Mati, es que no me lo puedo creer…
—Yo solo quiero que tú y yo nos vayamos los dos solos al pueblo. No quiero ir a la playa con tu hermana y su marido.
—Pero ¿tú te estás oyendo? Tú estás loco, Mati, como una regadera. Y me estás volviendo loca a mí.
—¿Te imaginas los dos solos tumbados en la era por la noche mirando las estrellas?
—O me dices quién es, cómo se llama y dónde vive para que tenga unas palabritas con ella o no sé qué hago, Mati, no sé qué hago…
—Solo quiero un poco de silencio, allí en el pueblo.
—Pues vete con ella, que se «va a sentir muy bien» cuando se atreva a decírselo a su marido. Pobre hombre, también.
—Son solo autoafirmaciones para tomar mayor distancia de las emociones y ser más racional. Es para verme desde fuera y ayudarme a tomar mejores decisiones.
—Cómo te ha cundido el psicólogo dichoso. Tú ya has decidido, por lo que veo —dijo señalando de nuevo el cuaderno.
—No, Maribel, yo te quiero.
—Está bien —dijo mientras tiraba el cuaderno en el sofá y se levantaba con brío—. Si tú no me dices quién es, lo voy a averiguar por mí misma. Esta no sabe cómo me las gasto yo.
Y, dando un portazo, salió de casa. Yo me quedé allí, en medio del salón, todavía con la americana arrugada en la mano y la corbata aflojada. La tarde caía, pero el sol entraba con fuerza por la ventana.
—Qué imbécil, eres, Mati, qué imbécil eres.
Y me pregunté si aquella autoafirmación le parecería bien o mal a aquel hombre de saludo vigoroso y sonrisa desbocada.
Madre mía los líos que se montan por ocultar la verdad hasta a tus personas más cercanas… Las cabezas…