Un día, después de la siesta, me puse a calcular el tiempo que perdía hablando. Eché cuentas y me salían unas quinientas horas anuales. ¿Os dais cuenta de todo lo que se puede hacer en quinientas horas? En ese tiempo puedes leer un montón de libros o ver películas y series de hasta ocho temporadas, ir más veces al gimnasio o salir a dar paseos, apuntarte a un curso de fotografía o, simplemente, tumbarte y no hacer nada.
Ganar tiempo. Este era uno de los propósitos que me había marcado para ese año, pero para ganar tiempo estaba claro que tenía que dejar de hacer cosas o hacerlas más rápido, lo que me podía llevar a estresarme más. Y vivir menos estresado era otro de mis objetivos, así que la única opción que me quedaba era dejar de hacer algo, abandonar una de mis actividades habituales.
Tumbado en la cama, en ese tiempo en el que aún no estás despierto del todo, repasé vagamente mis rutinas diarias: ocho horas de trabajo, los trayectos de ida y vuelta a casa en el autobús, el pádel de los martes y los jueves, las clases de saxofón de los miércoles y llevar y recoger a mis hijas de natación los lunes y los viernes y, entre tanto, aprovechar para comprar lo que apuntábamos en la lista de la nevera, además de las visitas de fin de semana a mis padres.
No podía eliminar las ocho horas de trabajo ni dejar de ir a ver mis padres y no quería abandonar ni el pádel ni el saxofón porque el primero me ayudaba a mantener el cuerpo y el segundo el espíritu. Con gusto habría evitado la llevada y recogida de mis hijas a la piscina y la ingrata tarea de hacer la compra, pero Maribel iba al gimnasio los lunes y viernes, se encargaba de las extraescolares de los martes y los jueves y se quedaba con ellas el miércoles mientras yo iba a música, así que no me quedaba otra.
Como por ahí no veía salida, cerré los ojos y empecé a visualizarme a mí mismo haciendo todas mis actividades paso a paso. Y así, de esa manera, descubrí algo que hacía mucho y que me llevaba mucho tiempo: hablar. Sí, era muy hablador. No sé de dónde me venía, puesto que mis padres son más bien parcos y mi hermana, debido a su timidez, de tipo silencioso. Igual era, precisamente, para compensar este desequilibrio que yo hablaba, hablaba mucho. En el trabajo, mientras llevaba y traía a los enfermos a hacerse pruebas en el hospital, con los compañeros mientras despotricábamos de los horarios y las condiciones laborales cada vez peores, con los vecinos, con mi mujer, con mis hijas, con el panadero, con la pescadera, con mis amigos, con el camarero…, así con todo el mundo.
A veces no tenía muchas ganas de hablar, pero un mecanismo desconocido se activaba en mí y, cuando me quería dar cuenta, ya estaba metido en una conversación. Daba igual el tipo, podían ser triviales, como las de si hacía frío o calor, tópicas como la de qué caro está todo, trascendentales, como si hay vida después de la muerte (esta era un clásico con mi cuñado) o emocionales, como cuando mirábamos los álbumes de cuando hacíamos grandes viajes antes de que nacieran las niñas. Toda la gama, vaya.
Estaba claro que si reducía el tiempo que me dedicaba a hablar lo ganaría para otros menesteres. No sabía cómo abordar el asunto. Allí, tumbado en la cama, cuando la siesta había pasado hacía rato y empezaba a aterrizar en el mundo real, había desentrañado el problema y esbozado la solución, pero en un plano puramente teórico. En realidad, no tenía ni idea de cómo llevarla a la práctica, así que, tras pensar un rato más, se me ocurrió empezar a no decir aquellas cosas que realmente no pensaba. Si no las pensaba, ¿para qué las decía? En ese momento tuve una clarividencia total del asunto. Nunca me había percatado de ello, pero ahora me parecía de lo más tonto. Decir cosas que no pensaba me suponía a veces un esfuerzo que hasta entonces me había pasado desapercibido y un gasto de tiempo innecesario.
Recordé todos los cumplidos que decía porque sí, halagos tontos que no venían a cuento. Es más, me visualicé en el hospital y en el mercado o en el súper, por ejemplo, y me parecí a mí mismo empalagoso, sí, incluso un poco estomagante. Ser dicharachero y hablador, lo que hasta entonces yo había identificado como una cualidad de mi carácter, se me presentaba, de repente, como un lastre casi un poco vergonzoso. Estaba tan sorprendido con el hallazgo que por momentos me pregunté si realmente estaba despierto o continuaba echándome la siesta.
Pero mi mente ya se había puesto en marcha de nuevo y me informaba (no sé si esta palabra es la correcta) de que por qué no me planteaba, además, dejar de mentir descaradamente para justificarme y contarme unas historias larguísimas que consumían tanto tiempo.
—¿Cuáles? —me atreví a preguntarme en mi interior a mí mismo o vete tú a saber a quién.
—Hombre, pues cuando te pones a explicarle a Maribel (durante mucho rato y muchos días, por cierto) que no tienes tiempo para estudiar las oposiciones a las que ella te está presionando.
—No me está presionando, lo hace por mi propio bien, por nuestro propio bien.
—Qué canelo eres.
¿Canelo? ¿Había dicho, o, mejor, había oído «canelo»? Pero ¿qué palabra era esa tan rancia? Y, sobre todo, ¿quién la decía? ¿Era yo mismo en la confusión producida por una larga siesta?
—¿Perdona? —dije a mi pesar.
—Qué sí, tío. O eres tonto por creerte eso, o eres más tonto aún por hacer que te lo crees. ¿No acabamos de hablar ahora mismo de dejar de mentir? Pues aplícate el cuento y deja de mentirte y luego de mentirle a Maribel que, por cierto, está hasta el gorro de tus charlitas.
—¿Perdona? —repetí absurdamente.
—Lo que oyes, no te hagas más el tontainas porque entonces aquí no hay nada que hacer y no ha valido de nada que te enteraras de que tienes que dejar de hablar tanto. La mayoría de las veces no dices más que estupideces.
Iba a repetir por tercera vez el «¿Perdona?», pero incluso a mí mismo me pareció excesivo.
—Lo de rememorar los «grandes viajes», como tú los llamas, empieza a oler. A ver, que tampoco te has ido a Nueva Zelanda. Y no sé por qué no puedes viajar con tus hijas en lugar de gastarte la pasta que te gastas en esos resorts horribles a los que vais en agosto.
Tuve que morderme la lengua de nuevo. Estaba tan sorprendido y pasmado que estuve a punto de pellizcarme para ver qué estaba pasando.
—En cuanto a lo de si hay vida después de la muerte, vete pensando en dejarlo. Tu cuñado lo tiene claro, no como tú, y está más que aburrido de escuchar tus teorías, que, por otra parte, le dan exactamente igual. No es él quien quiere convencerte a ti de nada, eres tú el que vuelve una y otra vez sobre el tema.
Abrí y cerré los ojos varias veces. La casa estaba en un extraño silencio. Como eran las Navidades era posible que Maribel hubiera salido con las niñas a dar una vuelta o a comprar algún regalo. Finalmente, opté por cerrar los ojos, como cuando era pequeño y tenía una pesadilla y los apretaba fuerte para que esta se desvaneciera.
—No sirve de nada —creí oír en mi interior.
Permanecí con los ojos cerrados, pero ahora haciendo menos presión.
—Venga, seguimos. O, mejor dicho, rebobinamos, ahora que ya te estás enterando de algo.
Sin saber cómo ni por qué sentí que sonreía vagamente, como sin querer reconocerlo.
—Bien, un punto a tu favor: tienes sentido del humor —dijo «la voz»—. Te va a hacer falta, amigo. Eso que has pensado antes, lo de dejar de adular y piropear ya has visto tú mismo que resulta empachoso cuando no directamente repulsivo. Las enfermeras están hasta el gorro de tus «Buenos días, guapa», «Qué cara más bonita tienes hoy» y a muchos enfermos tus «venga, que no es nada» les dan ganas de vomitar. Porque la mayoría no puede o no se atreve, si no te mandarían a la mierda. Sí, no pongas esa cara, ahora lo sabes tan bien como yo. Lo de los compañeros no tiene remedio, en eso sois todos iguales, todo el día quejándoos sin hacer nada, pero bueno, si no favoreces eso, igual te puedes comer el bocadillo tranquilo mirando el parque que hay enfrente en lugar de tragarte la bilis que te genera hablar de los vaivenes en el trabajo. Por otro lado, a veces, los vecinos no quieren hablar de nada, ¿lo oyes? De nada. Ni del frío, ni del calor. Igual que en el mercado. Que si los tomates no saben a nada, que si las fresas están muy caras, que si las peras vienen arenosas por dentro porque las congelan… Por no mencionar a tus compañeros de pádel. Sí. No te extrañes. Te lo digo yo, ya que ellos no se atreven: quieren jugar en silencio, concentrados en el juego. Y no. No quieren tomarse unas cervezas luego contigo. Quieren ducharse e irse a su casa.
—¿Cómo? —creí decir.
—Por cierto, también puedes ir ahorrándote las visitas a tus padres.
—¿En serio? —se me escapó.
—Totalmente. Entre que vas, les cuentas todas las actividades de tus hijas y les detallas los líos del trabajo se os ha pasado medio día del fin de semana. Además, para que lo sepas, no les interesa demasiado lo que te ocurre. Las cosas de tus hijas, vaya, tienen un pase, pero lo de tu trabajo les da exactamente igual. Tampoco es necesario que les preguntes cada semana si les falta algo y a qué médicos han ido o qué pruebas se han hecho. Parece mentira que seas tan mayor y tan corto: a tus padres no les gusta hablar. Y punto. Están tan a gusto tal y como están. Así que ya sabes, una visita rápida cada quince o veinte días y una llamada de teléfono corta una vez por semana y listo.
Suspiré sin darme cuenta.
—¿Ves? No hay nada como decir las cosas alto y claro.
Pensé que aquello me parecía un poco fuerte, pero muy liberador al mismo tiempo. Y, sobre todo, que tenía sentido. No podía pasar por alto los esfuerzos que hacían mis padres por parecer simpáticos cada vez que íbamos a comer o a visitarlos. Principalmente mi padre, que se podía pasar toda la tarde leyendo el periódico o haciendo sopas de letras sin que nada ni nadie lo perturbase.
—Y otra cosa…
No sabía si quería saber más, así que volví a apretar los ojos con fuerza y me tapé un poco más con la manta.
Me pareció oír un suspiro de hartazgo.
—Lo del saxofón.
—¿Qué pasa con el saxofón? —murmuré para mis adentros.
—Pues que no se te da bien. Lo mismo que tú has estado mintiendo a porrillo, también tu profesora. Qué va a decir, la mujer, si necesita tener alumnos como tú para llegar a fin de mes. Y, luego, todas esas chorradas de que tocar el saxofón te llena el espíritu. ¡Por favor! A ti lo único que te llena es escaquearte de casa los miércoles. Y mirarle el culo a Sofía, a ver si te crees que no se te nota.
Moví la cabeza hacia los lados hundiéndola aún más en la almohada, al tiempo que sentía que un rubor caliente se extendía por toda mi cara.
—Haces bien en sonrojarte. Eso es patético. Tus miraditas. Y lo mal que tocas el saxofón, eso es desesperante. Busca otra cosa, tío.
No podía seguir escuchando más, aquello estaba resultando una auténtica locura. Me tapé la cara con los brazos en cruz y me entraron ganas de llorar.
—Esta sí que es buena, ahora te quieres poner a llorar. Dale, dale. Por mí no hay problema.
Y sin poder evitarlo, noté cómo unas lágrimas caían por mis mejillas.
—Bueno, no dramaticemos. ¿No querías tiempo? Pues ahí lo tienes. No hace falta que hagas pádel, total, con las cervezas que te tomas después y la tortilla de patata casi no te cunde, por no hablar de tus compañeros, a los que les harías un favor si lo dejas. Ya hemos hablado del saxofón y de lo de tus padres. Si a eso le sumamos que vas a dejar de dar la charla a la gente creo que a final de año te van a salir más de las quinientas horas que has calculado hace un rato. Podemos seguir rascando si quieres…
—No, no —dije—. Así está bien.
—Como quieras.
Y todo volvió a estar en silencio. Me froté los ojos e hice un intento para incorporarme, pero un ligero mareo hizo que me tuviera que volver a tumbar. Me desplomé en la cama y me volví a quedar dormido.
La nueva vida que vi en sueños era tan real, tan apetecible que por momentos quería que no acabara nunca, al tiempo que deseaba despertarme para comprobar si, una vez que estuviera del todo despabilado, todas aquellas revelaciones habían sucedido de verdad o se trataba de una pesadilla que se pasaría cerrando fuerte los ojos.