Después de 1 680 euros y seis meses de terapia, Alfonso, mi psicólogo, me dijo que estaba listo.
—Puedes volar.
—¿Seguro?
—¿Crees que esa pregunta es pertinente a estas alturas? —dijo levantando levemente la ceja.
Iba a contestar que no sabía, pero no lo hice.
—No —dije, esforzándome por sonreír—. Me refiero a que no es pertinente. Y, sí, sí estoy listo. Para volar, digo.
Parece que después de más de veinte sesiones hablando de lo divino y de lo humano (es un decir, porque solo hablábamos de lo humano) no teníamos más que decirnos. Durante seis meses le había contado todos mis problemas, desde mi dependencia de Silvia, mi mujer, a lo cobarde que era con mi jefe o mi incapacidad para decir no, por mencionar unas cuantas. Lo cierto es que había llegado con tantas taras que Alfonso se había tenido que emplear a fondo conmigo.
Ahora era un hombre nuevo, un hombre renovado. Un hombre seguro de sí mismo que había aprendido a decir «no», a no depender de nada ni de nadie, a no tener miedo. Un hombre que se veía a sí mismo como otro. Solo faltaba salir a la calle sabiendo que a la semana siguiente no iba a volver a la consulta para que Alfonso arreglara las cosas.
Me arremangué, metafóricamente, y me dispuse a vivir con todo lo aprendido. Los deberes estaban hechos y yo estaba decidido a aplicar lo aprendido. Desde ese momento, sería un hombre sincero, ya era hora de dejar de mentir para complacer a mi mujer, a mi jefe, a mis clientes y a mis amigos.
El nuevo Miguel era un Miguel asertivo que había dejado atrás (quizá no muy lejos, todavía) las dudas, que sabía lo que quería, y así lo iba a demostrar. Me había costado muchas semanas comprender que ser empático, como yo lo era, se acercaba mucho a ser tonto y que tanta sensibilidad y emoción no hacen sino complicar las cosas. Como se sigue diciendo todavía, a partir de ahora, «al pan, pan y al vino, vino».
Con estas premisas y este autorreconocimiento, di un fuerte apretón de manos a Alfonso y abandoné la consulta con la cabeza bien alta. Salí a la calle sintiéndome, por primera vez, un hombre libre y liberado.
El nuevo Miguel llegó a casa silbando y dijo:
—¡Qué mal huele!
—Claro, estoy cociendo repollo para la cena —dijo Silvia asomándose por la puerta de la cocina.
—Podías cerrar la puerta, para variar.
Silvia me miró con los ojos raros, suspiró y cerró la puerta de la cocina. Al rato, vino al salón y se sentó junto a mí en el sofá. Olía a repollo y traté de no respirar.
—¿Qué tal te ha ido en la terapia? ¿Te queda mucho?
—No, hoy me han dado el alta. Estoy listo para volar.
—¿Adónde?
—A donde me dé la gana —dije sin aspavientos.
—Pues si todos estos meses y toda esa pasta solo han servido para que te conviertas en un borde, estamos apañados.
—Borde, no, Silvia. Sincero.
—Sincero y borde. Te prefería antes, cuando eras amable y considerado.
—Tonto. Eso es lo que era. Pero eso ha cambiado ahora y para siempre.
—No me gusta lo que dices ni cómo lo dices.
—Es tu problema.
—Vamos a dejarlo por ahora, pero ya te digo que, como sigas así, conmigo no cuentes.
Silvia se levantó, salió del salón y se metió en el cuarto. Yo sonreí. Estaba resultando más fácil de lo que pensaba decir la verdad. Y, ciertamente, hacerlo me provocaba un gran bienestar, me hacía sentir bien, dueño de las situaciones, un hombre, por fin, seguro de sí mismo.
Silvia no salió del cuarto y yo, llegada la hora de la cena, me hice unos huevos revueltos con beicon, estaba harto de la verdura de todas las noches. Sí, me sobraban unos kilos, pero ahora me aceptaba tal y como era, con mi barriga, con mis michelines. Si alguien estaba decidido a quererme, debía hacerlo tal y como soy.
Todo iba sobre ruedas, mejor que nunca. Mientras remataba la cena con unos trozos de queso con membrillo, recibí un wasap de Vicente en el que me proponía cenar en su casa el sábado. Llevábamos unos años rotándonos tres o cuatro parejas para cenar en casa de cada una, pero aquel suplicio se iba a acabar. Vicente es mi amigo, sí, pero estaba harto de su mujer y de sus otros amigos. Era hora de hacer lo que quisiera, no lo que se suponía que debía hacer. Era otro de los deberes.
—No cuentes con nosotros. Al menos conmigo. No aguanto a Lola y estoy harto de sus cotilleos y de sus conversaciones chorra. Si quieres, nos vemos tú y yo otro día para tomar una cerveza —le informé.
—¿Cómo dices? —escribió, acompañando el texto de unos emoticonos de ojos grandes.
—Lo que has leído. Se acabaron las cenitas soporíferas en tu casa.
—¿Estás borracho?
—No, he cenado unos huevos revueltos con beicon —puse un emoticono de una sartén y otra de un cerdo en mi nueva faceta alegre y divertida— y estoy rematando con queso. ¿Tú?
Tardó un tiempo en contestar.
—¿Estás bien, Miguel?
—Mejor que nunca.
—Entonces, que te den por culo.
—Como quieras. —Y puse dos sonrisas.
Tardó otro rato en contestar y no lo hizo con palabras, sino con un emoticono de esos con el dedo corazón para arriba. Es decir, me volvía a mandar a tomar por culo, allá él. Cogí con el dedo unas migas que se me habían caído y llevé los platos a la pila. Puse la tele y busqué un programa que me entretuviera. Silvia y yo solíamos ver series y películas, pero esa noche decidí buscar algo ligero para acabar ese magnífico día. Encontré uno de imitaciones y me reí de lo lindo, a mis anchas. Cuando me acosté, Silvia se hacía la dormida y yo hice como que me lo creía.
A la mañana siguiente, entré en la oficina silbando. Todos me miraron con extrañeza y yo empezaba a darme cuenta de que realmente había cambiado y que ahora eran ellos los que debían aprender a convivir con el nuevo Miguel. Les daría un margen, no se puede cambiar de la noche a la mañana y a mí me había costado muchas semanas interiorizar todo eso para poder mostrarme tal y como quería ser de una vez por todas.
Abrí los correos y decidí no contestar a ninguno, no eran más que absurdos objetivos de los jefes de zona para exprimirnos más todavía, así que me puse con los papeles de unos préstamos hasta que llegó una mujer, a la que ya le había dicho en dos ocasiones que los números no cuadraban, que el programa del banco no engaña y que si el programa dice que no es que no. Pero ella insistía.
—Carmen, ya le he dicho dos veces que no le podemos dar el préstamo. Ni que sea la comunión de su nieta ni nada. No me interesan sus mierdas personales y si no tiene un duro pues la niña lo celebra en el Burger y punto pelota.
Carmen no dijo nada (empezaba a acostumbrarme a esos nuevos silencios). Solo sacó un abanico del bolso y un clínex para limpiarse las lágrimas.
—¿Cómo puede ser usted tan necio?
—Necio, no, Carmen, sincero (estaba empezando a ser un mantra para mí). No vamos a dar más vueltas al asunto. No hay préstamo. No hay pelas. Caput. Así que, venga, no insista y hasta luego.
Cuando la señora se fue, sentía que había hecho lo correcto. Alguien tenía que abrirle los ojos y, además, no se puede ser tan pesada.
Cogí la americana para salir a desayunar y Elías dijo que me acompañaba.
—No, mejor voy solo, no me apetece hablar con nadie.
—¿Y eso? ¿Problemas?
—Tú eres el problema, tío. Aburres.
—Pero ¿qué coño dices?
—Eso, que aburres. A partir de ahora salgo a desayunar solo. ¿Todo claro?
—Clarinete.
—Decir eso es de tontos, Elías.
—¿A que te meto una hostia?
—Sabes que no, Elías, te conozco, eres débil como lo era yo antes.
—Tú estás mal y te vas a buscar un problema.
—No, el que se lo va a buscar eres tú como sigas insistiendo.
Se dio la vuelta y regresó a su mesa murmurando. Sonreí satisfecho. La terapia estaba dando sus frutos. En esos momentos, me pregunté por qué no la había empezado a poner en práctica antes.
Al llegar a la barra, Toni me puso el poleo y la tostada delante.
—¿Te he dicho yo que me pongas poleo y tostada? —le pregunté.
—Hombre, Migui, no, pero llevas dos años tomando lo mismo todos los días.
—Insisto. ¿Me has oído decir a mí ahora que quiero poleo y tostada?
—Hombre, no, si te pones así, no.
—Correcto.
Toni estrujaba la bayeta entre las manos y dudaba entre sonreír o enfadarse.
—Además, tu poleo sabe a hierba seca y la tostada tiene más bordes que una acera —dije, sorprendiéndome a mí mismo de mi nueva capacidad metafórica y humorística.
—¿Perdona?
—Lo que oyes. Ponme un café y unas porras.
—Estás muy raro, Migui, yo no sé si te pasa algo. Sé que os están dando mucha zurra en la oficina, pero, vamos, que no es plan que entres así.
—Ni plan ni hostias. A mí nadie me da zurra, y menos esos gilipollas. Solo quiero desayunar a gusto.
Toni me puso de malos modos el café y las porras, que me supieron a gloria. Le dejé en la mesa cinco euros y me fui sin esperar las vueltas, me sentía generoso. Hacía sol y de pronto decidí que iba a dar una vuelta antes de regresar a la oficina; se estaba muy bien en la plaza. Di un paseo para bajar el desayuno y me senté en un banco. Estaba allí con los ojos cerrados y las manos cruzadas por debajo de la barriga cuando me llamó mi jefe al móvil.
—Miguel, ven ya, que tienes gente en la mesa esperando. Llevas más de media hora fuera.
—Así es.
—De acuerdo…
Iba a colgar cuando oí:
—¿Así es, el qué? —dijo la voz irritada de mi jefe.
—Que sí llevo más de media hora fuera, efectivamente.
—Pues eso, que vengas ya.
—Iré, pero en un rato, estoy descansando un poco en un banco de la plaza.
—¡¿Qué dices?!
—Si lo has oído, ¿para qué quieres que te lo repita? —dije, empezando a perder la paciencia porque parecía que tenía que decir todo dos veces a todo el mundo para que se enteraran de algo.
—Porque no doy crédito, sencillamente.
—Pues, sencillamente, como tú dices, estoy descansando.
No hubo más conversación. El jefe colgó y yo seguí allí tomando el sol un rato más. Cuando volví, el ambiente estaba enrarecido. Entré silbando y me dije a mí mismo que debía tener paciencia, parecía que les iba a costar un poco acostumbrarse al nuevo Miguel.
Ya por la tarde, cuando estaba en casa viendo un programa de subastas en la tele, llamaron a la puerta. Silvia no estaba en casa, debía seguir enfadada, así que me levanté y abrí. Era Ángela, la vecina del tercero a la que tantos días y tantas veces había ayudado. Está separada y tiene tres niños y no le da la vida.
—Miguel, ¿puedes llevar a Nico y a Susana al polideportivo, por favor? Me ha salido una casa…
—No, es que estoy viendo un programa de subastas.
—Ah…
Silencio. Solo se oía el ascensor y unos gritos de niños en la lejanía.
—Entonces… —titubeó Ángela.
—Entonces, nada, que estoy viendo la tele.
—Perdona. Claro, ya me busco la vida —dijo entre enfadada, sorprendida y llorosa.
—Sí, búscatela, pero bien. Búscate un novio, búscate una novia, búscate un trabajo mejor, qué sé yo, pero a mí no me busques más.
—Serás hijo de puta.
—No, Ángela, no —suspiré, lo iba a tener que explicar otra vez—. Soy un hombre nuevo, un hombre sincero, un hombre que se quiere a sí mismo y se valora.
—No sé qué cojones dices, pero tranquilo, que no te voy a molestar nunca más.
—Qué bien que lo hayas entendido tan pronto —dije dirigiéndome a su espalda.
Y así fueron pasando los días, perfeccionando al nuevo Miguel, menos sufridor, más sincero y asertivo. Que Silvia no tardara en irse de casa, que me echaran del banco y que mis amigos, mis hermanos y mis vecinos dejaran de hablarme no hace sino reforzarme en la idea de que, efectivamente, la humanidad tiene que aprender mucho todavía.
Claro que ellos no han empleado 1 680 euros y seis meses en terapia como yo. Y se nota. Siguen anclados en viejos paradigmas y no quieren evolucionar. A mí me ha costado lo suyo, pero por fin lo he conseguido. Ahora me siento más yo. Es normal que los otros no lo entiendan, hay que experimentar para saber de qué se está hablando y solo puede hablar de ello el que lo ha vivido, así que de ahora en adelante me voy a dedicar a dar charlas y conferencias sobre renovación personal. «Quítate la máscara» voy a titular la primera. Lo estoy viendo. Yo allí, en mitad de un escenario encandilando con mis nuevas verdades, con mi estilo directo, asertivo, y con humor, que para eso me he vuelto gracioso. Iré dando con este estilo nuevo y franco que me caracteriza consejos y pautas para dejar de ser un hipócrita, un cobarde, un pusilánime y recobrar tu fuerza interior.
Es verdad que a veces me falla un poco. Algunas mañanas me levanto y en el silencio del piso, de la tele, del móvil, de todo, noto una masa gris dentro del pecho y no me sale casi ni el silbar. Pero enseguida me repongo, voy al baño, me miro a los ojos y me digo:
—Vamos, campeón, tú puedes.
Y lo repito varias veces cada vez más fuerte para que el silencio no hable más alto que yo.
¡ Te superas cada semana !