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Cierro los ojos y sueño con una cometa. Tiene una cola llena de colores y vuela amable con el viento, con movimientos suaves, ondulantes, regocijándose en el fluir. La observo desde la playa. Estoy sentada en la arena, que apenas guarda ya el calor de la tarde, pero resulta agradable todavía a esas horas. El sol ilumina la cometa que va y viene y el agua emite destellos de estrellas.

Sueño con un vaso de agua lleno hasta los bordes, un agua cristalina y pura que no puede contenerse más y se desborda y que, a medida que va cayendo, abre un nuevo espacio donde surgen unas pequeñas burbujas que van subiendo poco a poco hasta emerger a la superficie brillante donde se diluyen en la calma hasta que de nuevo otras burbujas empiezan a ascender siguiendo el mismo recorrido. Sueño que me meto en el vaso y que nado entre las burbujas, que me acarician los brazos y me hacen cosquillas en la espalda. Estoy ahí, en el agua, como si fuera mi medio natural y toco con los dedos las paredes cristalinas del vaso, que brillan con el sol de otoño que entra por una ventana. Ahí dentro todo es suave, no hay resistencias, el agua es un lugar o un espacio donde está contenido todo y de donde brota todo.

Sueño con nubes, unas nubes de color rosa fuerte que se forman en un cielo que apenas tiene color y donde flotan, donde están, ingrávidas y al mismo tiempo con tanta entidad que serían capaces de sostenerme mientras bailo sobre ellas. Sueño con eso. Sueño que me acomodo en una nube, que me envuelve de forma vaporosa y suave y que me echo a dormir en su regazo. Luego me despierto y esa nube se ha unido a otra nube sin yo darme cuenta y ahora tengo más sitio para bailar. Danzo de una manera desconocida e hipnótica hasta que me vuelvo a tumbar y descanso de nuevo sobre ellas.

Sueño que llueve y que la lluvia cae sobre mis hombros y el agua entra por mis poros hasta regar todas mis células, que se esponjan y renuevan con el agua limpia y fresca. Siento por dentro mi cuerpo, mis huesos, mis articulaciones, mis tendones, mis órganos, mis células. Todos ellos agradecen la lluvia que sigue penetrando mi piel de una manera tan natural que a veces me confundo con ella. Las gotas caen y lo van limpiando todo. Las gotas caen y surcan unos caminos que todavía no conozco de mí. Las gotas caen y yo respiro cada vez más hondo.

Sueño con una puerta dorada que se entreabre. Desconozco lo que hay detrás, pero entro descalza por ese espacio y accedo a un espacio cada vez más ancho donde no hay obstáculos. No miro para atrás, aunque sé que la puerta dorada sigue entreabierta por si quiero volver. Pero en ese momento no quiero hacerlo, solo deseo seguir avanzando para ver qué se me ofrece, para oler nuevos aromas, para descubrir nuevos colores, para inventarme una nueva forma de sentir que, ahora, apenas rozo con los dedos.

Sueño con un libro, donde escribo cosas que todavía no sé, pero en el que se van formando bellas frases que contienen toda la verdad de lo que soy. La letra es bonita, un poco anticuada, y el dorso de mi mano se desliza suavemente por el papel haciendo un sonido suave mientras mis dedos sostienen una pluma que no pesa y que sigue escribiendo un conocimiento que voy descubriendo en cada letra. Las hojas se van llenando y las palabras empiezan su propio diálogo, un diálogo asombroso donde yo soy un mero testigo.

Sueño con una sonrisa extraña, enigmática, de un hombre que me mira, que me observa tal y como soy, exactamente tal y como soy, en toda mi completitud, como si supiera más de mí que yo misma. Yo también lo miro a los ojos, pero no soy capaz de sonreír. Me meto cada vez más dentro de su mirada y de pronto no quiero salir de ahí. El hombre me mira. No me está juzgando, no me está analizando, no me riñe, no flirtea, no me quiere engañar, no me asusta. Simplemente, me mira con los ojos más claros y más sinceros que nunca haya observado.

Sueño que subo una gran montaña, tan alta que casi no veo lo que hay debajo y al mismo tiempo lo veo todo con mucha claridad. Hace frío y viento, pero estoy a gusto allí arriba, no sabiendo muy bien en qué franja de la realidad estoy, a medidas entre el cielo y la tierra. Desde allí veo aves extrañas que se mueven con delicadeza y se posan en mis brazos. Las miro extrañada, pero no me dan miedo, porque al cabo de poco tiempo empiezo a reconocerlas, a saber que siempre estuvieron ahí.

Sueño con el rostro de una mujer muy bella, diáfana, casi transparente, que me coge de la mano y me atrae hacia ella. A pesar de su naturaleza translúcida, la toco y siento el calor de su piel, suave, acogedor. Poso mi cabeza en su pecho y aspiro su aroma, tan delicado como ella. Me quedo dormida sin darme cuenta, arrullada por un canto que no sé de dónde proviene, tal vez de esa mujer que, en esos momentos, es como un refugio, una fuente de luz, un espacio donde todo es y está bien, sin perturbaciones ni engaños.

Sueño con un árbol de plata, con tantas ramas que casi tapan el cielo y que brillan con una luz que no es de este sol. A veces chocan entre ellas, alborotadas por una brisa ligera, y parece que están brindando por algo alegre, pero cotidiano. Es un sonido que hipnotiza. Los reflejos de plata de las ramas y las hojas se meten dentro de mis ojos como si fueran pequeñas chispas de luz, como las estrellas que titilan en el universo.

Podría seguir soñando. Podría seguir diciendo todas las cosas que sueño o que me gustaría soñar. La lista es infinita y con eternas variables. Los sueños no se acaban nunca, aunque a veces creamos que siempre es el mismo sueño.

Entonces, abro los ojos y me veo aquí, en la cocina de mi casa, fría a estas horas de la mañana, con los platos de la cena sin recoger y la taza con restos de café. El pijama no me cubre del todo y noto los tobillos helados, también debería sentir así los pies, puesto que están descalzos.

El frigorífico emite ese zumbido tan molesto y tan conocido y el reloj sigue su curso. Fuera.

Al otro lado de la ventana, parece que no es hoy. Ni ayer, ni mañana. Tampoco es de día ni de noche, hay una luz extraña que cubre, además, cualquier sonido. No hace sol, ni está nublado, no llueve ni hay viento. Al otro lado de la ventana parece que solo está la nada.

Miro a través de los cristales para ver si cambia algo, para ver si amanece o quizá se hace de noche. Espero que se levante viento o que empiece a llover o que amanezca. Que los pájaros píen, que los coches arranquen, que alguien grite o que dé un portazo al salir de casa.

Pero esa luz que no es de ningún color ni de ninguna forma lo envuelve todo, lo envuelve todo. Como si la realidad quedara suspendida, congelada, flotando.

Yo quiero moverme, pero no puedo. Estoy aquí, sentada en un taburete con los pies colgando y los tobillos fríos en la cocina de mi casa. Ahora, ni siquiera oigo el zumbido del frigorífico o el tictac del reloj.

Cierro los ojos y ya no me importa si estoy despierta o si estoy soñando, como si la fina membrana entre el sueño y la realidad se meciera, vaporosa e insinuante, por un aliento que ignoro de donde procede y que lo inunda todo.

Hay una calma extraña, pero familiar, una quietud asombrosa. Respiro profundamente para hacerlo verdad y, a lo lejos, oigo el aleteo de un pájaro, siento un pequeño rayo de sol sobre mis ojos y, ahora sí, mis labios esbozan una sonrisa, tan tranquila y dichosa como el día que empieza.

 

5 comentarios en «Sueño»

  1. Qué diapositivas tan bellas ofrece el relato, qué sensación de liviandad… Y qué estrellado y frío despertar en una realidad poco acogedora…como la vida misma, a veces. Menos mal que siempre acaba por amanecer

  2. Me encanta como escribes y como sueñas.
    Me permites seguir soñando y despertando, despertando y soñando……
    Cada dia me gusta más lo que expresas.
    Un placer seguirte.

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