La tarde era densa, como un chaquetón que pesa demasiado. Estábamos a finales de verano y la luz era de color gris rata; apenas corría el aire, que por esa misma razón se apelmazaba como un fardo sobre la piel y hacía que la respiración se ralentizara, como si fuera un fuelle extenuado.
Era absurdo que hubiera decidido contra toda lógica sentarme en aquella terraza cuando, dentro del bar, había aire acondicionado. También parecía absurdo que él estuviera allí sentado a dos mesas de distancia. Yo hacía dibujos de espirales desganadas con la mano floja en una libreta que siempre llevo en el bolso. Él leía un libro fino, demasiado fino. Enseguida me entró curiosidad por saber de cuál se trataba, pero continué haciendo espirales que cada vez eran más grandes y pesadas, como aquella tarde.
Éramos dos desesperados, sin duda. Dos que buscaban lo difícil y se instalaban allí, en el escollo, haciendo como que se lo están pasando estupendamente bien. El hombre levantó la mirada del libro y la posó sobre mi mano blanda. Seguidamente, regresó a su lectura. Yo sabía que no estaba leyendo, a pesar de que movía los labios, como si estuviera recitando en susurros, tal vez solo por escuchar su propia voz y dar un toque de realidad a aquella tarde improbable.
Esos segundos fueron suficientes para que me diera cuenta de dos cosas. La primera fue el nacimiento de su pelo, lo que me llevó directamente (siempre me sorprende la rapidez de nuestras conexiones neuronales) a Miguel, mi primer amor. A aquel hombre y a Miguel el pelo les nacía de la misma manera. Era un cabello más bien recio que partía casi en línea recta, como la primera fila en un campo de batalla, hacia atrás y hacia arriba, sin ninguna concesión. Se trataba de un nacimiento férreo, que hacía que todo lo demás pasara a segundo plano. No pude fijarme en sus ojos, ni en sus pómulos, ni en sus cejas, ni en su boca, ni en su barbilla. Lo que no pudo escapar a mi atención fue el segundo elemento: esa nariz grande, que no tenía nada que ver con la nariz de Miguel y que carecía de todo sentido al lado de ese nacimiento del pelo y, a la vez, se complementaba perfectamente.
Fueron segundos. Fueron suficientes.
Miguel era moreno, alto, tímido, con ese mismo nacimiento de un pelo que nunca llegué a tocar, a pesar de que me pasé cientos de horas observándolo. Tampoco llegué a tocar mucho más de Miguel ni Miguel me rozó apenas. Teníamos trece años y jugábamos mucho a un béisbol casero, no necesariamente en el mismo equipo.
Aquel verano no hubo playa. Fue un verano de secano en casa de la abuela, donde lo único que había era un terreno arenoso y áspero con unos árboles flacos y deslucidos que hacían de bases. A mí no me gustaba el béisbol, a mí me gustaba el nacimiento del pelo de Miguel y que me tocara el brazo, así, como de pasada, cuando jugábamos en ese barrio pequeño.
El hombre cesó su susurro y carraspeó. Yo no miré y continué garabateando en mi libreta con el cuello inclinado en un ángulo extraño que creía que me hacía interesante. Cogí mi té helado y le di un sorbo sin apartar la vista del vaso. El hombre volvió a susurrar y ese sonido era lo único vibrante en el aire plomizo, aunque no consiguiera del todo iluminar la tarde color rata. Miré de reojo, muy de reojo, y me pareció que no estaba leyendo, sino tarareando una canción que siempre me llevaba a territorios ondulantes. Creí que aquel hombre susurraba estas palabras: «Suavemente, bésame, que quiero sentir tus labios besándome otra vez».
Como aquel otro verano de la infancia no fuimos al mar, el amor me sorprendió con las faldas que nos hacía la abuela y un pelo sin las mechas naturales que me dibujaba el sol de la playa todos los años.
El amor llegó y yo me quedé muda. Después de comer me sentaba en la silla que había al lado de la ventana del bajo en el que vivía la abuela y miraba a través de la cortina color crema. Miguel no había salido. Entonces miraba hacia arriba, al cuarto piso del edificio de enfrente donde vivía Miguel por si estaba asomado a la ventana o, aún mejor, había salido a la terraza de geranios sin gracia. Miguel no se había asomado. Miguel no estaba en la terraza.
Yo iba al cuarto de la abuela y cogía una campana verde de cristal, que estaba llena de un perfume que me llevaba muy lejos. Me ponía una gota en cada muñeca. No me atrevía a más para que la abuela no lo notara demasiado y para que me durara todo el amor que sentía por Miguel.
El hombre cerró el libro haciendo demasiado ruido. Yo dejé de hacer espirales y enderecé el cuello. Nos miramos y los dos fuimos conscientes de que sabíamos algo uno del otro, aunque ninguno de los dos supiera exactamente qué. Repasé su nariz ancha y el nacimiento de su pelo, más grisáceo, pero idéntico al cabello oscuro de Miguel. Obvié todo lo demás. Lo observé como observaba a Miguel desde detrás de la cortina en casa de la abuela. Cerré los ojos unos instantes y recreé el perfume de la campana de cristal verde que siempre anunciaba algún misterio.
El hombre guardó el libro, se colocó el cuello de la camisa destartalada e hizo ademán de levantarse. Yo también recogí la libreta y puse las manos encima de la mesa esperando algo.
De pronto, el calor espeso y gris de la última hora de esa tarde de verano dio paso a una tormenta que lo diluyó todo y puso fin a esa posibilidad, que se había quedado en el borde, apenas rozando la realidad, como cuando Miguel me tocaba el brazo cuando jugábamos al béisbol.
Mi amor por Miguel duró cincuenta y siete días. Aquel, catorce minutos y medio exactamente.