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Un día festivo

Soñé que era un día festivo y pasaba el día en el campo. Nada más. Así que, según me levanté, cogí una colcha, una botella de agua y unas galletas y me fui. Me había parecido reconocer ese campo del sueño, era un lugar al que Cris y yo solíamos ir antes de tener a los niños. Me monté el coche y fui para allá. Di un poco de rodeo, algunas carreteras habían cambiado. Cuando llegué, comprobé que el propio campo también había cambiado. No había tantas flores y el río corría con menos fuerza. Me pregunté si yo lo había idealizado o el sueño estaba tan reciente que toda realidad se quedaba pequeña.

Era un sitio que siempre estaba muy concurrido y me extrañó que no hubiera nadie, aunque no tanto si se admitía que de verdad había venido a menos. Curiosamente, no afloró ningún recuerdo de Cris ni de mí allí, como si, de alguna manera, nunca hubiéramos estado en ese espacio. A diferencia del sueño, el día estaba nublado, pero hacía unos días que no llovía y la hierba no estaba húmeda.

Me dirigí hacia el único árbol que tenía flores. A pesar de ser primavera, el resto se habían quedado mustios. Tenía unas flores blancas, pequeñas, delicadas, con un toque rosáceo en su interior. Me acerqué a olerlas. No olían a nada.

Extendí la colcha bajo el árbol y puse al lado la mochila con el agua y las galletas. Lamenté en ese momento no haber cogido un libro, pero en el sueño no había libros, ni móvil, ni nada. Pensé que todo estaba bien así y me tumbé. No tardé más de dos minutos en echar en falta una chaqueta más gruesa, así que me enrollé en la colcha que, en definitiva, resultaba mucho más práctica que la jarapa de rayas azules y blancas que salía en el sueño. Me puse la mochila debajo de la cabeza. Ya no estaba hecho para el campo. Sin embargo, me quedé observando las nubes a través de las ramas del árbol y sin darme cuenta me quedé dormido.

Al despertar, no supe bien si seguía soñando o si, es más, estaría en otro sueño diferente. Las nubes habían adelgazado y se habían suavizado y la luz de un sol tenue calentaba de una manera tan justa (justo ese calor, sí, justo ese) que parecía irreal. Me liberé de la colcha, que dejé extendida. Bostecé con todas las ganas y, sin saber por qué, estiré lo brazos y las piernas, como cuando en la nieve se hace la figura del ángel.

Luego, claro está, me entró hambre. Saqué las galletas, que se habían roto después de haber utilizado la mochila de almohada, y me las comí con cierta ansiedad. Luego recordé la lentitud del sueño, donde todo se resolvía como si estuviera difuminado, y decidí imitar esa actitud. Me pareció que las galletas me sabían mejor. Un pájaro se acercó y le di unas migas. Nunca se me había acercado un pájaro y nunca había dado de comer a ninguno. Me pareció normal. Al fin y al cabo, así debió de suceder en el sueño. Bebí un poco de agua y me puse de pie. Me estiré con tanto ímpetu que me mareé y tuve que apoyarme en el tronco del árbol.

Siempre me había parecido que los troncos de los árboles (al igual que la hierba) eran mejor cuando pensabas en ellos que cuando realmente los tocabas. Los árboles solían raspar y la hierba pinchaba, pero aquel árbol tenía un tronco suave, con una madera brillante que refulgía aún más en esos momentos porque el sol le daba directamente.

Suspiré. Hacía mucho tiempo que no suspiraba. Me gustó y repetí, aunque ese segundo suspiro ya no me supo igual, como la segunda fresa que te comes o el segundo trago de cerveza que das. Decidí pasear por el lugar. Me acerqué al río. No lo recordaba así, tan pequeño y con ese caudal tan modesto, casi ridículo. Aun así, me quité las deportivas y los calcetines y metí los pies. Un latigazo me atravesó hasta la cabeza y los saqué sin darme cuenta. Me quedé observando mis pies unos segundos. Los vi raros, tan blancos y con las uñas demasiado largas. No parecían míos, pero, a fin de cuentas, nadie pasa mucho tiempo mirando sus propios pinreles. Los volví a meter en el agua y esa vez aguanté un rato. Cuando me puse los calcetines y las deportivas y empecé a andar, me dio la sensación de que realmente estaba en un sueño. Mi caminar se había vuelto más ligero, incluso vaporoso, las pisadas eran livianas, mi propio cuerpo no pesaba de la misma manera y la hierba crujía de una manera suave y esponjosa.

Sin darme cuenta, me había encaminado de nuevo hacia el árbol. Me tumbé en la colcha, puse los brazos detrás de la nuca y antes de darme cuenta me había adormilado otra vez. El zumbido de un mosquito me despertó. Los brazos se me habían dormido, lo pájaros piaban demasiado fuerte, volvía a tener hambre y había refrescado. Apuré con avidez los restos deshechos de las galletas y di los últimos tragos de agua. Pasé la mano por el tronco del árbol. Ya no le daba el sol y estaba frío. Sin embargo, de alguna manera, todo estaba como en otro plano, como en otro escalón de la realidad. Llevaba horas sin acordarme del móvil, de la radio, del libro. Cris y mis hijos era como si hubieran desaparecido. De hecho, habían desaparecido porque allí estaba yo solo.

La luz empezaba a ponerse pálida. Era hora de marchar. Una repentina ráfaga de aire hizo caer sobre mí unas cuantas flores del árbol. Normal. Así había sucedido en el sueño. Extendí la mano y dos o tres se depositaron en mi palma. No me parecieron como copos de nieve, sino como lo que eran exactamente: unas flores en la palma de mi mano. Las dejé caer a la hierba, recogí la colcha y la mochila y me encaminé hacia el coche.

Seguía sin haber nadie. Era raro en un día festivo. Pero yo lo sabía mejor que nadie: en los sueños, todo es posible. Yo soñaba todas las noches y todo tipo de cosas. Solían ser películas absurdas, a veces inconexas, a veces terroríficas cuando no demasiado realistas y, por tanto, más espeluznantes todavía.

Cuando me monté en el coche no pude resistirme y puse la radio. Estaban las noticias. Era martes y habían sido las elecciones. Todo el mundo hablaba demasiado. Sin sorprenderme demasiado, la apagué. El resplandor rojo del atardecer me cegaba y la carretera estaba vacía o yo la veía vacía. Insisto (y añado): en los sueños y en la realidad todo es posible.

2 comentarios en «Un día festivo»

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