Era el día de nuestro aniversario. Treinta años de casados, una cifra redonda, y había que celebrarlo. Claro que sí. Por todo lo alto, una ocasión así lo merecía. Todos parecían entusiasmados, la familia, los amigos, los compañeros… Últimamente solo se oía hablar de separaciones y de divorcios y un matrimonio como el nuestro había que celebrarlo. Ni Darío ni yo parecíamos demasiado entusiasmados en hacer algo especial, una cena podía estar bien. Un restaurante bonito, un buen vino y una carta de altura. Nadie, salvo Olga, se atrevió a decirlo, pero todos pensaban lo sosos y lo poco entusiastas que éramos.
—Silvia, nena, de verdad que no te entiendo. Un marido así después de treinta años y tú como si nada.
—Por eso mismo, Olga, porque ya son treinta años. A estas alturas, ya casi todo es como si nada…
—Ay, hija, no me asustes, que parece que estás depre o algo. Tú lo que tienes que hacer es ponerte guapa, como tú sabes, y salir a cenar con Darío. Os dais una buena cena y luego…
—¿Luego? —pregunté.
—Pues no sé, os vais a un hotelito para variar. O venís a casa y os ponéis unas copas. Yo qué sé. Bueno, sí sé. Sé perfectamente lo que haría. No con Darío, claro, ya me entiendes…
—Te entiendo, Olga. Te entiendo perfectamente.
—Bueno, que no estamos aquí para hablar de mí, sino para animarte un poco, hija, que estás en un plan…
El plan, finalmente, fue que Darío y yo nos fuimos a cenar a un buen restaurante del centro. Los dos nos habíamos puesto guapos, sin embargo, cuando nos miramos no terminamos de reconocernos. Hacía mucho que Darío no se ponía un traje y ahora parecía incómodo en él. Le estaba un poco más ajustado que la última vez que se lo puso, pero no se trataba de eso. Se trataba de que Darío parecía asfixiado dentro de la americana y la camisa con corbata. Yo no me había arreglado mucho más de lo que acostumbro cuando salimos algún sábado con los amigos, pero para mostrar cierta emoción me había puesto los zapatos de tacón más alto que tengo.
Ahí estábamos los dos, sentados a la mesa del restaurante con luces cálidas sin tener apenas que decirnos. En el trayecto en coche Darío se apresuró a poner música y a sonreírme de vez en cuando en señal de esforzada alegría. Yo le devolvía la sonrisa con apenas una mueca de los labios mientras continuaba mirando por el cristal a los coches que nos precedían. En otras ocasiones, habría hecho por sacar un tema de conversación, por comentar cualquier cosa de sus padres o de mi madre, también de Claudia, que, aunque estaba estudiando fuera, seguía llamando todas las semanas.
Pero aquel día no. Aquel día estaba cansada. Aquel día me di permiso para no esforzarme en nada. Ni en hablar, ni en sonreír, ni en pensar. Nada. Para algo tenían que valer treinta años de casados.
Pedimos la cena y nos dedicamos a degustar la comida y a comentar de vez en cuando la originalidad de los platos. Eso sí, bebimos vino, mucho vino. Estábamos de celebración y cuando uno celebra puede beber el vino que le dé la gana. Al terminar, no hizo falta que dijéramos nada. Cogimos el coche y volvimos a casa. Darío estaba deseando quitarse el traje, volver a respirar, y a mí me dolían los pies.
—No ha estado mal, ¿no? —dijo desde el sofá, con el pijama puesto.
—No.
—No hay que darle tanto bombo —dijo—. A lo de los treinta años. Total, es solo una cifra.
—Una cifra, sí. Tú lo acabas de decir.
—Sí —dijo distraído.
—Las cifras no son nada. Solo son números, uno detrás de otro.
La tele estaba puesta, pero Darío miraba intermitentemente a la pantalla y a mí, como si no supiese bien a quién debía atender con más atención.
—Los números están vacíos, no tienen nada dentro.
—Los números son números, Silvia. No hay que darle más vueltas.
—Sí, de hecho, llevo dándole vueltas mucho tiempo.
—¿Y?
—Pues que estoy cansada, muy cansada.
Darío se giró para mirarme.
—No tengo ganas ni de hablar —murmuré.
—Trabajas mucho últimamente. Y echas de menos a Claudia, se te nota.
—Déjalo, Darío. Ya que hablamos de números, quizá sea hoy un buen día para que lo dejemos. Esto ya no tiene sentido.
—Tiene el sentido que tiene un matrimonio de muchos años, de dos personas que se conocen y se quieren. Ya has visto cómo anda el personal que tenemos cerca, cuando no es una separación es un divorcio.
—Por eso, Darío, porque te conozco demasiado ya no quiero seguir con esto.
Y así fue. El día de nuestro trigésimo aniversario fue el día de nuestra separación. Desde esa noche, Darío se trasladó al cuarto de invitados hasta que se marchó de casa cuatro meses después. Durante aquellas semanas, apenas nos dirigimos la palabra. Yo estaba cansada, apenas aliviada, y él oscilaba entre el enfado, la negación y la pasividad.
—Mira que eres, Silvia —dijo Olga—. Tú no sabes lo que hay por ahí…
—No, Olga, no tengo ni idea, la verdad. Ni ganas de averiguarlo.
—Si al menos separarte te hubiera valido para algo, pero mira cómo estás, con el ánimo por los pies. Te organizo una fiesta echando virutas.
—Algún día, Olga. Otro día.
—¡Qué melodramática te pones, de verdad!
Hoy hace un año de ese trigésimo aniversario. No sé si soy melodramática o si es apatía. Cuando Darío se marchó finalmente a su piso de alquiler me sentí en cierto modo aliviada, pero también vacía y confusa. Demasiados años, demasiada inercia. Mi familia está horrorizada, algunos amigos también como si nuestra ruptura hiciera añicos el sueño del amor duradero. Solo Olga intenta que me sienta como ella cree que me debo sentir.
—Tampoco es que Darío fuera para echar cohetes si te digo la verdad. Tranquilo sí es y disgustos no daba, pero tan poco echado para adelante… Claro que a veces es mejor malo conocido que bueno por conocer… O eso dicen, ¿no? Menuda chorrada, has hecho bien, Silvia, qué narices. Ya verás las que vamos a liar cuando te animes…
Después de unos meses, estoy consiguiendo animarme. No sé si soy valiente o una descerebrada. Ahora mismo desconozco qué soy, quién soy, cómo rellenarme de mí misma, cómo recuperar lo que antes me alimentaba y me conformaba. Pero sí sé lo que no quería, lo que no quiero. Dicen que eso es bueno, tener claras tus prioridades. Quizá sea así. La única certeza es que estaba demasiado cansada, demasiado aburrida, demasiado llena y, al mismo tiempo, demasiado vacía.
Ahora estoy redimensionándome, ignoro si se puede decir así. No tengo claro cómo lo hago, pero lo hago. Lo estoy haciendo.
Mientras las piezas se colocan por dentro, he ido cambiando la decoración del piso para que los engranajes pudieran empezar a funcionar de nuevo. Y así, con la vista puesta en el nuevo decorado me voy llenando cada día de más aire. Los pulmones se ensanchan, el pecho se abre y el aire circula y renueva todo el circuito.
Y a veces, cuando exhalo, siento que algo se diluye y se crea un nuevo vacío. Todavía no sé con qué llenarlo, pero sentirlo provoca que algunas noches de primavera una sonrisa se dibuje en mis labios.
precioso y maravilloso relato, una vez más