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Vaivén

Llevaba unos meses viviendo en aquella ciudad de provincia donde todo se me hacía demasiado extraño cuando mis nuevos compañeros de trabajo me invitaron a tomar unos vinos el viernes por la noche.

Durante todas esas semanas apenas había salido. El traslado había sido forzoso y anhelaba el momento en que mi mujer y mi hija llegaran. Aún tardarían unos meses, pues los dos estuvimos de acuerdo en que era mejor que se acabara el colegio para que se instalaran conmigo.

A través de un contacto, había conseguido un piso con un alquiler bajo, que nos permitiría asentarnos sin dificultades. Sabía de sobra que a mi mujer le iba a espantar todo: esa ciudad pequeña donde todos parecían conocerse, los días oscuros… y el piso. Debía de tener por lo menos cincuenta años y por dentro parecía todavía más antiguo a tenor de los muebles y los cuadros que lucía.

Intenté mejorarlo modestamente, pero nunca se me han dado bien estas cosas. Al menos, retiré los cuadros más feos y compré una funda para cubrir la oscura y sucia tapicería del sofá. Me esforcé, sobre todo, en acicalar lo mejor posible la habitación de la niña, para que notara lo menos posible el cambio, aunque eso fuera una quimera.

Todas las tardes me decía a mí mismo que debía comprar unas láminas para tapar los cercos que habían dejado en la pared los cuadros que ahora estaban amontonados en un rincón de la pequeña terraza. Y todas las tardes me iba directo a casa sin encontrar las fuerzas suficientes para hacerlo.

Aquel día acepté salir con mis compañeros. Para ellos, el vino de los viernes era una cita ineludible, cosa que comprendí enseguida porque no se dedicaban a porfiar sobre el trabajo ni a criticar a los jefes, sino que reinaba una compadrería sana y alegre. Enseguida me sentí bien con ellos.

Un par de horas después, me retiré, ciertamente mareado. No estaba acostumbrado a beber tanto y aquellos hombres no tenían fin. Me sentó bien el aire fresco de la noche y hasta me sentí optimista al pensar que a mi mujer le acabaría gustando esa pequeña ciudad donde todo estaba a la mano. Abrí el portal con ciertas dificultades y me monté en el ascensor. Silbé torpemente unos acordes mientras me miraba en el espejo. Estaba deseando llegar, lavarme los dientes y meterme en la cama.

Cuando entré en casa, tras dos o tres intentos fallidos, me quité la gabardina y la colgué en el perchero que había al lado de la puerta. Avancé a oscuras hasta el pequeño salón y me quedé parado. Estupefacto. Dos ancianos diminutos se balanceaban en sendas mecedoras mirando hacia un televisor gigante de plasma donde una enorme chimenea mostraba un fuego que de tan vivo parecía real. Los ancianos estaban juntos, pero sin tocarse. Solo el balanceo sincronizado de sus mecedoras daba algo de vida a aquel piso que parecía más viejo que el mío. Salí apresuradamente sin decir nada. Ya estaba cerrando la puerta cuando me acordé de coger la gabardina. Cerré la puerta lo más despacio que pude y, en el rellano, miré el cartel que anunciaba que estaba en el cuarto piso. Bajé un tramo de escaleras y entré en mi casa.

Me tiré en el sofá y cerré los ojos para tratar de entender qué había pasado, pero me quedé dormido al instante. A la mañana siguiente, me levanté con dolor de cabeza y de cuello. Por unos instantes pensé que lo había soñado, pero mientras me duchaba pude reproducir perfectamente la escena de los dos viejos en sus mecedoras. ¿Cómo había podido abrir su casa con la llave de mi piso? ¿Por qué no se habían sobresaltado al verme? ¿Me habían visto realmente? ¿Por qué tenían esa enorme y moderna televisión si todo lo demás parecía arcaico y anticuado? ¿Cómo era posible que no los hubiera oído nunca si vivían justo en el piso de arriba? ¿Había alguien con ellos que los cuidaba?

Me hice estas y otras preguntas sin llegar a ninguna conclusión sensata.

—¿Qué tal anoche? —me preguntó mi mujer por teléfono.

—Bien, son gente maja.

—Seguro que son unos paletos.

—No seas así, son muy agradables y alegres.

—Seguro que os pusisteis hasta arriba de vino.

—Yo me vine antes, no estoy acostumbrado y estos no veas cómo beben …

Sin saber por qué no le conté a mi mujer lo de los viejos. No sé si lo hice porque me molestaba que hablara así de gente a la que no conocía o porque no quería preocuparla, aunque en el fondo creo que omití la información para evitar añadir otro elemento negativo que sin duda aumentaría su rechazo hacia nuestro nuevo destino.

La imagen de aquellos dos seres diminutos y arrugados cubiertos con una manta contemplando (o no) ese fuego digital y macabro mientras se balanceaban en sus mecedoras no se me iba de la cabeza. No tenía confianza con ningún vecino para preguntar por aquellos ancianos, así que en los días siguientes traté de olvidarme de ellos. Para liberarme de esa sensación de decrepitud que no se me iba, fui a una tienda de decoración y compré unas láminas y unos cojines que no pegaban nada con la funda (y mucho menos con el resto de los enseres de aquel piso), pero que a mi modo de ver darían un toque de alegría a la casa.

Volví a salir a tomar vinos con los compañeros el viernes siguiente. No sé si fue adrede o de forma inconsciente, pero bebí más de la cuenta. Al entrar en el ascensor, pulsé el botón del cuarto. Con mano vacilante introduje la llave en la cerradura en aquella casa que no era la mía. Me aproximé al salón. Allí estaban los dos ancianos. En la misma postura con las mismas mecedoras balanceándose de una forma que, sin poder explicarlo, daba miedo. En la televisión gigante, el mismo fuego. No había sonido. Hasta las mecedoras parecían suspendidas en el aire, como si no friccionaran contra el suelo.

Me apoyé en el quicio de la puerta y eché un ojo al salón. Todo era viejo, como de otros siglos. No estaba sucio, esa es la verdad (o al menos me lo parecía), sin embargo estaba recubierto de una pátina rancia. «Vaya carcamales», pensé sin saber porque estaba pensando eso y por qué me había venido a la cabeza la palabra «carcamales», que nunca creí haber utilizado.

Di dos pasos sin que me vieran. No pude determinar si estaban despiertos o dormidos. Sus ojos, de tan arrugados, no permitían precisar si estaban abiertos o cerrados. Quizá aquellas mecedoras tenían un dispositivo que hacía que se movieran al mismo ritmo. Quizá los dos ancianos estaban dormidos. Quizá los dos ancianos estaban muertos.

Esta idea hizo que saliera pitando de aquella casa. Cuando llegué a la mía, quise darme una ducha, pero me dormí sobre la cama con la ropa puesta. A la mañana siguiente, aquella escena me parecía aún más macabra que la anterior y aquellos viejos dos seres extraños e inquietantes.

—Qué, de vinitos otra vez, ¿no?

—Sí, es el único rato en el que me distraigo un poco…

—Pues no te distraigas demasiado.

Mi mujer me estaba cayendo cada vez peor. Espanté esa sensación que no sabía de dónde venía. Como me quedé callado, añadió:

—Tienes la voz rara.

—Es que me acabo de levantar.

—Vaya horitas…

No dije nada. No tenía nada que decir ni que contar, salvo lo de los dos viejos del piso de arriba, pero eso no era de su incumbencia.

—No te habrás liado con una, ¿no?

—Pero ¡qué dices!

—No sé. Ahí pasa algo, a mí no me la das.

—Que no, solo es que todo es nuevo, la ciudad, el trabajo, la gente… Y que os echo de menos —dije por decir porque realmente no las echaba de menos, si acaso un poco a la niña.

A partir de entonces, subía cada viernes a casa de los dos ancianos. Lo hacía cargado de vino porque si no habría sido capaz. Ellos no me veían. Yo me limitaba a quedarme apoyado en el quicio de la puerta para comprobar que todo continuaba igual: ellos dos, las mecedoras acompasadas, las mantas, la enorme televisión, la hoguera…

Acabó el colegio y mi mujer dijo que era mejor que la niña pasara el verano con sus amigas, así todo sería menos traumático. Hablábamos cada vez menos y mis novedades eran cada vez menos novedosas, me había acostumbrado al piso viejo y destartalado, a la ciudad, al trabajo y a los compañeros. La niña no sabía bien qué decirme cuando se ponía al teléfono y mi mujer fue espaciando las llamadas hasta dejar solo la de los sábados por la mañana, que despachábamos en tres o cuatro minutos.

Los ancianos seguían balanceándose en sus mecedoras con la vista fija en la televisión, donde ahora lucía un acuario con peces de colores que se movían de un lado al otro de la pantalla. Los viejos ya no se cubrían con mantas, sino con unas colchas finas y anticuadas que olían a armario cerrado. Me pregunté una vez más quién los atendía, si es que los atendía alguien. Era incapaz de imaginármelos moviéndose por la casa o comiendo o hablando entre ellos. Para mí, su estado natural era aquel: plantados en medio del salón a oscuras en un balanceo eterno y silencioso mientras la pantalla emitía esas imágenes hipnotizantes y al mismo tiempo desquiciantes.

Hacía dos semanas que mi mujer no llamaba. Yo tampoco había hecho por ello. Ese viernes de agosto subí más borracho que de costumbre y al asomarme al piso de mis vecinos vi que solo una de las dos mecedoras se movía. Me acerqué con paso inseguro y comprobé que la otra estaba vacía. Ahora solo el viejo se balanceaba mientras miraba (o no, nunca lo tuve claro) en la televisión unas pompas de jabón que flotaban en el aire y se mecían por un viento que no sonaba ni olía a nada. A pesar de ello, la imagen me pareció tranquilizadora. Esa ingravidez, la liviandad de las pompas y sus delicadas formas procuraban una calma extraña y reconfortante.

Salí y cerré la puerta con todo el cuidado del que fui capaz.

Cuando entré en mi casa, antes de quedarme dormido sobre la colcha con la ropa puesta, supe que mi mujer y mi hija nunca vendrían y que yo seguiría subiendo cada viernes hasta que la mecedora del viejo se quedara vacía.

Esa noche soñé que me compraba una mecedora y una enorme tele de plasma donde veía una y otra vez auroras boreales.

El sábado, me levanté más despejado que nunca.

 

 

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