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Vecinas

Llevaba seis meses viviendo en aquel piso del centro. Después de trabajar durante años como funcionario en un pequeño pueblo, anhelaba el bullicio de las calles, el movimiento de las gentes, ver muchos comercios y restaurantes y hasta disfrutar del tráfico de una gran ciudad.

Era un apartamento diminuto, pero tenía lo que yo necesitaba: una cocina sencilla, una habitación, un baño, un salón donde me cabían mis libros y mis plantas y, casi lo más importante, una pequeña terraza con vistas a un inmueble antiguo lleno de pequeños balcones. Eso me procuraba dos cosas indispensables para mí: luz natural y la posibilidad de asomarme y observar. Observar el flujo de la vida. Al tratarse de un sexto piso las vistas eran espectaculares. No asistía, precisamente, a grandes atardeceres, pero veía otras cosas. Veía cómo la gente salía y entraba de los portales, cómo aparcaban, cómo se paraban delante de un escaparate y qué hacían los vecinos que tenía enfrente.

No me importaban demasiado sus vidas. No soy cotilla ni voy hablando de nadie, no soy muy conversador. Pero me gusta mucho mirar. A veces es un mirar por mirar sin ningún objetivo ni ningún fin. Te asomas a la ventana o sales a tu balcón y te pones a observar y te centras en alguien particular y te fijas en cómo mueve las manos al hablar o cómo se toca el pelo o se estira los faldones de la camisa. En cómo apoya los pies al caminar, en la forma de su cuello o qué hace mientras espera a que el semáforo se ponga en verde. Cosas así.

A veces no te fijas en nadie concreto, sino que abandonas tu mirada al movimiento de la gente o de los coches como si fueran un ente único dotado de sus propias características: agitado, vehemente, tranquilo, misterioso… Todo cambia según los días y las horas, no hay que hacer nada más que fijarse.

Había alguien, sin embargo, que en esos meses había captado mi atención de una manera especial. Era una mujer mayor que vivía en el edificio de enfrente. Su piso quedaba más o menos a la altura del mío y eran muchas las ocasiones en las que veía cómo regaba sus macetas con una pequeña manguera. Eso me llamó enseguida la atención, porque, al tratarse de un balcón de dimensiones reducidas, lo más normal habría sido utilizar una regadera. Pero ella empleaba la manguera y yo cada día observaba cómo regaba sus geranios con gestos cada vez más torpes. Debía de tener artrosis o, simplemente, demasiados años.

Era una señora diminuta, con el pelo gris con mechones amarillentos, que casi siempre vestía con una bata gris sin ningún adorno que la hacía parecer un hilo de humo. Vivía sola y nadie iba a visitarla. Al menos, yo no vi nunca a nadie por allí.

Una mañana me levanté y, sin pensarlo mucho, me fui a comprar una manguera. Yo regaba las plantas de la terraza con una regadera azul de plástico, pero desde que observaba a la vecina cada vez eran más las veces que me imaginaba con una manguera. No tuve una infancia demasiado alegre, al menos no había vivido las aventuras y la excitación de pasar un verano en el pueblo con unos abuelos con una casa con patio o con corral donde poder mojarnos unos a los otros con una manguera enorme. Resultaba curioso que, durante todos los años que de adulto viví en el pueblo dando clases, nunca se me ocurrió o me acordé de aquel anhelo de la manguera.

Tuvieron que instalarme un grifo en la terraza para poder usarla con comodidad, y confieso que esperaba hasta que la señora salía a regar para hacer yo lo mismo. Tal vez esperaba que ella me mirase y yo poder saludarla. No sé lo que pretendía, la verdad, no soy muy reflexivo. Pero la mujer no me saludó nunca, no sé si por timidez o porque seguramente no me veía.

Debajo de ella, vivía una chica que a ratos también me llamaba la atención, tanta que debo decir que me compré unos prismáticos para poder observarla mejor. Podéis pensar lo que queráis de mí, no me preocupa, así que tampoco voy a dar explicaciones o justificarme. Me interesaba ver qué tipo de libros tenía o cómo estaba decorado su salón. Y también ella, cómo se movía o qué se hacía para comer. Había días que no pasaba por casa y otros que no salía ni para comprar el pan. En unas ocasiones iba muy arreglada y otras vestía con unos sencillos vaqueros y una camiseta. No había un patrón y eso me suscitaba cada vez más curiosidad. Lo mismo hablaba sin parar por teléfono que se sentaba en su butaca cerca de la cristalera del balcón para leer durante horas.

Tenía el pelo castaño corto (lo que me permitía estudiar bien la forma de su cuello), los ojos y la boca pequeños y una mandíbula cuadrada que en principio no estaba en consonancia con su rostro, pero que, una vez que la observabas bien, le daba una base sólida y hacía que todo tuviera sentido. Según la luz, parecía guapa o parecía fea. Todo en ella era cambiante y a mí me gustaba cada vez más observarla. Normalmente me asoma a la terraza y le echaba vistazos de vez en cuando, pero a veces utilizaba los prismáticos desde mi habitación para que no se diera cuenta. Había notado que un par de veces se me quedaba observando, no sé si porque, a su vez, se sentía observada por mí o porque le llamaba la atención verme regando con una manguera.

Disfrutaba muchísimo de aquellos minutos. Me encantaba abrir el grifo y sentir cómo el agua recorría el tubo de plástico hasta asomar por el extremo de la manguera. La fluidez del chorro, la precisión a la hora de regar… Estaba muy agradecido a la anciana de enfrente por haberte dado la idea. Como sus salidas eran cada vez más intermitentes, se me ocurrió que tal vez podía llamar al telefonillo y subir y preguntarle si necesitaba algo, pero ¿quién era yo para hacer eso? Ya os he dicho que no soy muy reflexivo y no me gustaba analizar en profundidad todo aquello. Cuando pensaba en hacerlo, me visualizaba y no se me ocurría qué podía decirle a aquella señora. Soy torpe, muy torpe en las relaciones sociales y nunca sé qué es adecuado decir o hacer.

La mujer parecía cada vez más pequeña y más apagada. Hacía mucho calor y era como si se fuera derritiendo con los días. Una mañana, después de unos días sin verla, cogí los prismáticos y traté de ver algo. Nunca lo había hecho con ella porque realmente no me interesaba, pero aquella mañana era la cuarta en que no aparecía en su balcón y me sentía inquieto. No tardé ni cinco segundos en detectar un bulto en el suelo al fondo de su salón. Llamé a emergencias y se la llevaron enseguida. Bajé a la calle mientras se llevaban su pequeño cuerpo sin vida y me fijé en lo poco que abultaba en la camilla.

Estuve todo el día en la terraza observando el balcón de la señora, sus geranios algo secos, el plato decorativo y descolorido de cerámica, la soledad del piso.… La chica de debajo llevaba días sin aparecer por su casa y aquel doble vacío me resultó devastador. Cuando se hizo de noche, en medio de la canícula y de los olores del verano de una gran ciudad (los que viváis en una sabréis a qué refiero, las alcantarillas, los contenedores, las cocinas de las casas…), cogí la manguera para rendir un homenaje, absurdo tal vez, a aquella señora a la que de alguna manera había acompañado, aunque ella no se diera cuenta. Abrí el grifo todo lo que pude, estiré el brazo y dirigí el chorro hacia el edificio de enfrente para tratar de regar sus geranios. Como estaba oscuro no sabía si el agua estaba llegando hasta su balcón, pero lo que sí escuché fue:

—¿Tú estás tonto o qué?

Cuando miré hacia la calle, pude a ver a la vecina que vivía debajo de la anciana completamente mojada. Esa noche vestía con pantalón corto y una camiseta, que se le había quedado pegada y le marcaba unos pechos pequeños y triangulares. Con el pelo aplastado, su mandíbula adquiría una fuerza especial y su rostro parecía cambiado.

—Perdona —grité, pero ella ya se había metido en el portal.

Me quedé allí pasmado, con la manguera redirigida hacia mis propias plantas, que ya no podían absorber tanta agua y estaban mojando mis pies descalzos. Cuando miré hacia el piso de mi vecina, vi que se estaba secando el pelo con una toalla. Me pregunté si tendría idea de quién había sido la vecina que había vivido (a saber cuántos años) en el piso de arriba y si estaba al tanto de su soledad, de su vejez, acaso de su enfermedad. Y qué sentiría cuando se enterara de que había muerto.

Me habría gustado explicarle que no pretendía incordiarla, tan solo regar las plantas de la anciana para que continuaran viviendo un poco más. Contarle que gracias a ella yo tenía una manguera que me hacía feliz, que quizá a ella también le vendría poner unas flores en su terraza y regarlas todos los días.

Cuando volví a mirar, ella había pagado la luz. Dormí mal esa noche, tenía la cabeza llena de imágenes, la manguera, la señora, la terraza vacía, los geranios secos, su pequeño cuerpo en la camilla… Al día siguiente, me levanté decidido a cruzar la acera y llamar al telefonillo de la vecina para pedirle disculpas, pero tras observar por los prismáticos en varias ocasiones no detecté movimiento alguno. Aquella chica era imprevisible. Por primera vez se me pasó por la cabeza si estaría un poco loca.

Retomé mi rutina de verano poco a poco hasta que una mañana, al salir a regar mis plantas, vi que la vecina también había puesto unas macetas en su terraza. Estaba regando las flores con una regadera amarilla que le iba muy bien. Llevaba un vestido blanco de tirantes y estaba muy bronceada, algo que no había notado hasta ese momento. Levanté la mano a modo de saludo o de disculpa, pero ella se giró teatralmente y me dejó con el gesto en el aire. Entré en mi cuarto y cogí los prismáticos. No pude detectar su presencia en la casa, así que enfoqué hacia su balcón. Allí estaba, con unos prismáticos mucho más grandes que los míos, mirando abiertamente hacia mi casa. Solté los míos en la cama y me agaché sin ninguna necesidad porque era imposible que ella me pudiera ver.

Como me cuesta razonar y pensar, me resultaba difícil entender qué quería decir todo aquello. Me replegué durante varios días en el interior de la vivienda, salvo por la noche, cuando salía a regar a hurtadillas y contemplaba con pena cómo ni la mejor manguera podría nada ya por las plantas de la anciana.

Pasadas un par de semanas, decidí salir de mi escondite y volver a regar por la mañana. Durante aquellas jornadas había visto a la chica de reojo o, más bien, había visto movimiento y luces en su casa. No todos los días ni a todas horas. Aquella noche, incluso me atreví a coger los prismáticos para tratar de observarla desde la ventana de mi cuarto.

Cuando enfoqué, la vi perfectamente. Podía haber prescindido de los prismáticos. Estaba sentada en su butaca cerca del balcón. Llevaba un camisón muy sexi de satén de color claro y encima una prenda de gasa igual de delicada que dejaba ver perfectamente el camisón y su figura. Se había ondulado un poco el pelo, a pesar de que lo tenía corto, y sonreía con sus labios rojos. Y me observaba. Me observaba al modo que observaba Grace Kelly en La ventana indiscreta, solo que no había ningún James Stewart que la acompañara.

Volví a soltar los prismáticos y me tumbé en la cama sudoroso y agitado sin ser capaz de pensar, ni remotamente, qué debía hacer. ¿Ponerme un pijama de tela, como Stewart? ¿Romperme una pierna para que me tuvieran que escayolar? ¿Hacer como que no había visto nada?

De madrugada, salí a la terraza. La calle estaba silenciosa y el aire pesaba más de la cuenta. Y por unos instantes, solo por unos instantes, eché de menos haber llegado tarde a la vida de aquella anciana que, seguramente, me habría sabido decir qué es lo que tenía que hacer.

 

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