Vicenta me había invitado a su casa para tomar un té. Nos habíamos conocido en la iglesia, en la misa de nueve. A esas horas éramos tan pocos que era imposible no verse o ignorarse. Vicenta y yo empezamos a darnos la paz y a intercambiar frases breves a la salida y una cosa llevó a la otra hasta que una mañana me invitó a su casa a tomar el té, porque ella no tomaba café. Me lo dijo con mucha seriedad, demasiada, como si eso fuera algo que pudiera determinar nuestra incipiente amistad.
No sabíamos mucho uno del otro, salvo que los dos estábamos solos. Ella, viuda desde hacía diez años, yo, un viudo más reciente. Vicenta tenía unas manos regordetas, de esas con dedos que parecen de plastilina, pero eran suaves y nunca le sudaban, ni siquiera en verano, quizá porque el ambiente de la iglesia siempre es fresco. Si a Vicenta le hubieran sudado las manos, no podría haber aceptado su invitación a tomar té, habrían sido demasiados obstáculos porque a mí no me gustaba el té en absoluto. Otra cosa que no hubiera soportado habría sido que Vicenta oliera a un perfume de esos pegajosos y fuertes que te marean y que te impiden escuchar lo que esa persona dice cuando habla porque lo invaden todo, pero Vicenta olía a pan, básicamente. Ignoraba de dónde podía venir ese olor suyo como a tahona, a horno de panadería, y no me había atrevido a preguntarlo porque cosas como esas no se preguntan a la salida de misa de nueve.
Llegué a su casa puntual. A las cinco de la tarde llamé al telefonillo y fue entonces cuando comprobé algo de lo más desagradable: estaba empezando a sudar y mis manos tenían ese aspecto húmedo y con un ligero olor agrio que tanto detesto y que no habría soportado en Vicenta. Me las pasé por las perneras del pantalón y antes de coger el ascensor me miré en el espejo. Tenía la frente brillante y una palidez nada agradable, así que me quité la corbata y me abrí el cuello de la camisa para airearme. Estuve a punto de quitarme el jersey, pero un súbito terror a que la camisa estuviera sudada por las axilas (como estaba seguro de que así era) me impidió despojarme de él.
Me senté en una jardinera que había en el vestíbulo para serenarme, pero había unas plantas puntiagudas que se me clavaban en la espalda y que además olían a orín de gato. Me levanté lo más resolutivo que pude, eché el aire con fuerza por la boca y, una vez en el ascensor, apreté el botón del tercero. Cuando llegué no olía a pan, sino a sopa de cocido. Vicenta me estaba esperando con la puerta entreabierta y yo suspiré aliviado cuando comprobé que el olor a garbanzos no procedía de su casa.
Se me quedó mirando fijamente, como si me estuviera repasando de abajo arriba sin mover los ojos o hubiera detectado que tenía las manos (y las axilas) sudadas. Esto último debió de ser así porque evitó darme la mano o aproximar la cara para que nos diéramos un beso en la mejilla. Ninguno de los dos sabíamos cómo saludarnos fuera del ámbito eclesiástico, así que entramos en su casa sin decir nada.
Me condujo directamente al salón, una habitación pequeña y llena de fotos de su difunto marido. Esto no me habría resultado llamativo en absoluto si no fuera porque en todas aparecía disfrazado. Las había de todo tipo: vestido de enfermera, de calamar gigante, de yogur, de mosca, de bailarina del vientre, de marciano, de hare krishna, de bebé (esta era especialmente perturbadora) y de torero, por mencionar solo unas cuantas. En ellas, Vicente (su nombre estaba grabado en la parte inferior de cada marco) aparecía siempre solo, aunque en alguna se podía intuir gente en el fondo; sin embargo, era imposible distinguir dónde estaban tomadas.
Vicente (¡Vicente!) tenía, además de esta afición por los disfraces, la característica de sonreír mucho. Yo carecía de esa facilidad, menos aún desde que estaba solo, pero la sonrisa de Vicente era una sonrisa bobalicona, flácida, un poco absurda. Era una sonrisa que no venía a cuento de nada.
Vicenta se retiró a la cocina para ir a por el té y yo me quedé allí, atrapado en un sofá de terciopelo marrón demasiado blando, y evitando a toda costa mirar aquellas fotografías, algo evidentemente difícil porque estaban por todas partes, en las paredes, en las estanterías, encima de la mesita…, así que opté por fijar la vista en un pájaro de colores que tenía enfrente. Estaba en una repisa donde compartía espacio con una figura oscura. Desde el sofá me pareció que era una especie de nomo o duende malo, con unos pelos encrespados y una sonrisa maléfica. Estaba tan absorto observando aquella figura y aquel pájaro de colores que esperaba (aunque lo empezaba a dudar) que fuera de «mentira» que no oí cuando Vicenta entró. Traía una bandeja con dos tazas y unas barras de pan minúsculas, como si fueran de juguete, no más grandes que mi dedo meñique, al lado de dos pequeños rectángulos de mantequilla.
El té estaba demasiado dulce y me daba ligeras arcadas. Vicenta no se había molestado en preguntarme cómo me gustaba tomarlo y se había permitido traerlo como lo debía tomar ella: con mucho azúcar.
Empezaba a hacer bastante calor en la salita y el té no ayudaba a mejorar la situación. Me tomé la taza enseguida para pasar el mal trago cuanto antes, pero Vicenta lo interpretó de forma contraria y se apresuró a ir a la cocina para traérmela llena de aquel brebaje nauseabundo. Por hacer algo, decidí tomarme la minibarra de pan con la mantequilla, pero como era tan pequeña dudaba sobre cómo debía proceder, porque además no había cuchillo ni otro tipo de útil para untarla en ese minúsculo pan que emanaba el mismo aroma de Vicenta cuando estábamos en misa. Ella no hacía apenas movimientos, salvo para llevarse la taza a los labios para mojárselos brevemente.
No habíamos intercambiado palabra todavía.
—Vicente era muy original.
Iba a decir que ya lo había podido comprobar por las fotografías cuando siguió diciendo:
—El día que se me declaró lo hizo con un ramo de puerros.
A pesar de la originalidad de Vicente, Vicenta no sonreía al contarlo, como si el recuerdo se hubiera congelado en el tiempo. Yo quería decir algo, lo que fuera, pero había empezado a sudar y notaba la camisa pegada a la espalda. Traté de erguirme o separarme un poco del sofá, pero el terciopelo se había pegado a mis piernas y me tenía atrapado.
Quería preguntarle si era posible abrir un poco la ventana o bajar la calefacción, o pedirle indicaciones acerca de cómo demonios se podía comer esa barra de pan como de juguete de la que no podía apartar la mirada. Pero no dije nada, claro. Ella tampoco y los dos permanecimos así, yo con los ojos en continuo movimiento del pájaro de colores a la barrita de pan y la mantequilla deshecha y ella inmóvil mirando al todo y a la nada al mismo tiempo.
No sé cuándo sacó la botella de anís ni cuándo me tomé el primer vasito. Era, como la barra de pan, una miniatura. Apenas si cabía un sorbo de anís, por lo que nunca pensé que aquel licor que odiaba por su dulzor pudiera llegar a afectarme. Vicenta bebía anís con los mismos pequeños sorbos que había aplicado al té un rato antes. No recuerdo haber dicho nada ni que ella pronunciara ninguna palabra. Hacía tanto calor que en un momento dado no me importó el sudor y me quité el jersey y me subí las mangas de la camisa. Debí abrirme dos o tres botones más porque de repente empecé a respirar mejor.
Vicenta continuaba sentada en la silla de enfrente, con la espalda rígida y los dedos regordetes agarrando el vasito de anís.
Ignoro cuántos de ellos debí de beber porque cuando la luz de la tarde empezaba a extinguirse yo dejé de ver a Vicenta y las fotos de Vicente disfrazado de geisha, incluso al pájaro de colores y al extraño nomo diabólico que lo acompañaba. El calor se había apoderado por completo de la estancia y empecé a flotar en un sueño pesado y dulce donde la barrita de pan se hacía cada vez más grande, tan grande como aquel sillón de terciopelo marrón. Cuando me desperté, aun sin poder moverme, noté una sensación de ligereza que no se debía a que Vicenta hubiera abierto la ventana o bajado la calefacción, sino a que mi cuerpo blanquecino y esmirriado estaba cubierto únicamente por una falda de tiras de colores algo exótica y un collar de flores que colgaba de mi cuello como si fuera un extraño trofeo.
Cuando pude abrir por completo los ojos, comprobé que Vicenta seguía sentada en la silla, con la espalda erguida. Me miraba de una forma extraña.
No estaba seria ni sonreía, tampoco parecía afligida ni emocionada o contrariada. Solo me miraba de tal forma que, cuando me ofreció un nuevo vasito de anís, solo pude cogerlo con la mano y tomármelo.