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Visualización

Llevaba tres domingos yendo a esa cafetería cuando me di cuenta de que había una mujer que también la frecuentaba a la misma hora que yo. En realidad, cuando yo llegaba, sobre las doce del domingo, ella ya estaba ahí. Creía haberla visto los dos domingos anteriores, pero solo estaba seguro de que eso había sido así la última vez porque cuando yo me marchaba me dirigió una sonrisa lánguida.

Aquel domingo, aunque estaba sentada en otro sitio diferente, enseguida advertí su presencia. Ella tardó un rato en verme porque estaba enfrascada en la lectura de un libro fino, cuyo título no llegué a distinguir. A veces, levantaba la vista de las páginas, se quitaba las gafas, miraba por el cristal que daba a un patio interior lleno de plantas y luego retomaba la lectura o escribía en un pequeño cuaderno. Parecía ensimismada, concentrada, reflexiva.

Era enero, la luz que entraba a través de las cristaleras era tenue, gris, fría, pero dentro del local, que habían inaugurado antes de las Navidades, el ambiente resultaba acogedor. Las luces eran cálidas, pero suficientes para facilitar la lectura o la escritura. Era lo que la mayoría de los que estábamos allí hacíamos. El mobiliario, de mimbre, contrastaba con el resto de la decoración, una mezcla de café-librería con una gran estantería metálica repleta de volúmenes para leer allí o tomar prestados y unas mesas redondas con dos butacas, una lamparita y una pequeña maceta con flores naturales. El techo, de aspecto industrial, estaba repleto de plantas que colgaban de regaderas de todo tipo: de plástico, de metal, de cerámica y hasta alguna de cristal.

Me sorprendió mucho que alguien se atreviera a abrir un negocio así en un barrio como el mío, de gente mayor y clásica, más acostumbrada a tomar un chocolate o un sándiwch a media tarde en alguna de las cafeterías tradicionales que sobrevivía. Sin embargo, el nuevo café-librería parecía tener éxito, sobre todo para gente como yo, que buscaba un espacio tranquilo para leer el periódico o un libro, quizá escribir o, simplemente, pasar un rato y tomar un buen café en un ambiente agradable.

Todos parecíamos personas solitarias, salvo alguna pareja que no alteraba la tranquilidad porque se dedicaba a tomar un café o una infusión con una tostada y leer el periódico. Otra de las cosas que me sorprendieron del café-librería (y no tardé en darme cuenta de ello) era que los móviles parecían no existir. No había sonidos constantes de notificaciones, aún menos de llamadas, como si fuera un espacio extraño donde nadie quería saber de nadie, al menos durante un rato.

Yo era el tercer domingo que iba. Las últimas semanas de enero no había cesado de llover y no era posible pasear, y estaba harto de meterme en bares y cafeterías llenos de ruido, de padres con niños pequeños y de camareros gritando. Podría decir que soy un romántico, pero no un romántico como se entiende ahora, sino con algo de ese Romanticismo que protestaba contra los valores impuestos por el mundo burgués y se rebelaba contra la sociedad mercantil que aplastaba sus ideales de libertad, que defendía el derecho a la fantasía, la imaginación y las fuerzas irracionales del espíritu frente a la razón. Podría decir que me gusta disfrutar de una mañana de domingo en un café atemporal deleitándome con una lectura o esbozando una novela o un ensayo breve, tal vez. O podría decir, por qué no, que estaba tan estresado por el trabajo o por la vida familiar que todos los domingos me reservaba un par de horas para estar solo y tomar café para luego poder afrontar el día con fuerzas renovadas. Podría decir muchas cosas. Podría decir muchas mentiras. Pero, a estas alturas, ya no merece la pena.

A estas alturas, y por mucho que me avergüence, solo puedo decir que cada domingo salía de casa a las doce menos cuarto para regresar a la una y media. Era el tiempo que habría empleado en salir, ir a misa de doce a una, comprar un pollo asado con patatas fritas y regresar a casa para comer con mi madre.

Llegados a este punto, me resulta difícil explicar muchas cosas. Me resulta difícil explicarme cómo nunca pude irme de casa de mis padres y cómo era incapaz de plantarme delante de mi madre y decirle que no, que no iba a misa. Desde fuera, imagino que debe resultar penoso, patético y hasta enfermizo, no lo sé muy bien.

Nadie sabía de mi «secreto», salvo un amigo con el que quedaba de vez en cuando el sábado o el domingo por la tarde y que, lejos de reírse, escandalizarse, reñirme o guardar silencio, me dijo que le parecía una de las muestras de amor más grandes de la que hubiera tenido conocimiento en toda su vida. Tengo que reconocer que me halagó que pensara así, por mucho que yo supiera que no era amor, sino cobardía pura y dura.

Mi padre, que era militar, enfermó cuando yo estaba estudiando Periodismo. En aquellos años me encandilaba la idea de escribir, tenía grandes ideas, grandes ideales con los que soñaba para no volverme loco con lo que tenía en casa: un padre marcial y una madre igual que él. No era, como quizá alguien pueda suponer, una madre cariñosa, protectora, que compensaba el carácter recio y seco de mi padre. Para mí, los dos eran lo mismo, como una pared donde me daba cabezazos una y otra vez y que yo quería saltar, dinamitar.

No hice nada de eso, evidentemente; intenté poner una escalera para subir por ella y saltar al otro lado, donde debía haber un mundo lleno de posibilidades, pero, al final, sin fuerzas, me bajé de ella y me senté en el suelo con la espalda apoyada en la fría piedra esperando que algún día se cayera por su propio peso.

Eso, traducido a mi vida, significa que empecé a estudiar Periodismo, a pesar de las resistencias familiares, pero la escalera no era lo suficientemente alta o fuerte y según subía peldaños me iba dando cuenta de que no era lo que me gustaba, y constatar esto me llenaba de tristeza porque esta elección que hice y que tanto me costó no había valido para nada: ni para contentarlos a ellos ni para contentarme a mí mismo.

Cuando estaba acabando la carrera, el muro se resquebrajó cuando menos lo esperaba: mi padre murió de un paro cardiaco. En algún momento pensé que me estaba mandando un mensaje, del tipo: «Jódete, no te voy a dejar acabar esa mierda de carrera» o «ahora tienes que cuidar tú de tu madre», como un castigo post mortem.

Aunque esto me puso los pelos de punta, no hizo que saliera corriendo. Me quedé a vivir con mi madre, que, tras la muerte de mi padre, envejeció de repente y empezó a sufrir enfermedades varias: anemia, insuficiencia, renal, alergias de todo tipo, dificultad para respirar… La lista era interminable. Lo cierto es que no me dio tiempo a gestionar la muerte de mi padre porque, nada más acabar la carrera, me vi metido en una vorágine de médicos, pruebas, tratamientos, ingresos hospitalarios y urgencias.

Cada vez que mejoraba un poco y yo trataba de buscar un trabajo, ella enfermaba o mostraba nuevos síntomas. Estuvimos así tres años hasta que, finalmente, el que enfermé fui yo. Caí en una especie de depresión nerviosa que empezó con psoriasis y acabó con ataques de pánico, de ansiedad y una debilidad física y mental que hizo que mi madre tuviera que recurrir (imagino que a regañadientes) a contratar a una señora para que se ocupara de nosotros.

Los meses siguientes los recuerdo como una nebulosa. Iba y venía de la consciencia a la inconsciencia, vivía sin enterarme realmente de qué me sucedía y qué ocurría a mi alrededor. Matilde se convirtió, en esos momentos, en lo más parecido a una madre que tuve nunca. Me cuidaba, cocinaba para mí cosas a espaldas de mi madre, que mantenía la dieta invariable que se seguía en casa desde hace años: lunes, sopa y pescado; martes, legumbre; miércoles, puré y pollo a la plancha; jueves, lasaña vegetal; viernes, sopa y pescado; sábado, arroz con tomate; y domingo el pollo con patatas que yo llevaba cuando se suponía que regresaba de misa.

Fue Matilde quien la convenció de que yo tenía que empezar a trabajar, alegando que «ella no iba a estar allí para siempre» y que yo, joven aún, debía recuperar la salud y tener una ocupación, lo que revertiría en beneficio de mi madre.

Fue así como empecé a trabajar, de lunes a sábado, en una librería de viejo de unos conocidos de mi padre. El trabajo era tranquilo, estaba rodeado de libros (lo que reavivó mis ganas de leer y en ocasiones de escribir) y pasaba mucho tiempo solo en la trastienda. Fue mi salvavidas.

Matilde me preparaba la comida y yo, al principio, me la comía religiosamente en la trastienda, pero con el tiempo empecé a tirarla de vez en cuando a la basura porque descubrí el gusto de salir a comer a algunos de los muchos bares y restaurantes de la zona.

Parecía un preso que sale a la calle después de cumplir condena. La hora de la comida se convirtió en el mejor momento del día: descubría locales nuevos, restaurantes, tiendas, cafeterías, calles, parques, edificios… Era como si, hasta ese momento, hubiera estado secuestrado o narcotizado, parecía que la vida (al menos de dos a cuatro de la tarde) empezaba a tener sentido.

Poco a poco me fui sintiendo cada vez más cómodo con los clientes, a entablar conversaciones con algunas mujeres que frecuentaban la librería y hasta tener relaciones esporádicas con alguna de ellas. Decían que veían en mí a alguien indefenso, intelectual y romántico. No me considero nada de eso, por supuesto, ni siquiera indefenso, solo cobarde, alguien superado por las circunstancias.

Nunca dije a ninguna de las mujeres con las que tuve relaciones que vivía con mi madre, esto las habría espantado, imagino. Mi amigo seguía insistiendo en que se lo contara, porque seguramente eso les causaría un hondo impacto y caerían rendidas a mis pies. Nunca le hice caso, claro.

Por la noche, al volver a casa, empezaba el ahogo, la resignación. Matilde ya se había marchado a su casa y había dejado la cena preparada para nosotros dos. Cenábamos en la cocina, mientras mi madre me relataba su procesión de médicos, dolencias y pastillas, y luego pasábamos a la salita, donde poníamos la tele y ella se quedaba enseguida dormida, lo que siempre me producía un gran alivio.

Esto fue así hasta que me crucé con esa mujer en la nueva cafetería-librería. Aquel tercer domingo en que coincidíamos, mientras ella leía el libro fino, no me atreví a saludarla siquiera. Fue ella la que, justo cuando yo salía, me preguntó:

—¿Te interesa?

—¿Quién? —contesté.

—No quién, sino qué —aclaró.

Me quedé en silencio, un poco perplejo.

—Si te interesa el libro —dijo señalando el fino volumen que tenía entre las manos.

—No sé.

Ahora fue ella la que guardó silencio mientras me miraba con los ojos un poco fatigados.

—¿No has conseguido leer el título mientras me observabas? —preguntó con naturalidad.

—Lo siento.

—No, no lo sientas. No me molesta. —Guardó el libro en una bolsa de tela sin mostrármelo y añadió—: El próximo domingo te lo enseño si te interesa.

No atiné a decir nada, solo a cabecear de manera torpe y a hacer un gesto vago con la mano a modo de saludo. Ella había dado por sentado que el siguiente domingo los dos íbamos a acudir a la cafetería sin falta, pero no se había tratado en absoluto de una cita ni nada parecido.

Evidentemente, el domingo siguiente fui a la misma hora de siempre. No tardé más de unos segundos en darme cuenta de que no estaba y sin saber por qué me sentí decepcionado, tal vez disgustado. Me senté en la mesa del rincón que estaba pegada a la cristalera que daba al patio interior y me limité a tomarme el café y a mirar las plantas, sin ánimo de leer el.

Antes de que me diera tiempo a reaccionar, ella estaba sentada en la butaca de mimbre que había frente a mí. Llevaba su bolsa de tela, donde yo imaginaba que guardaba el libro que había dado pie a nuestra primera conversación el domingo pasado. El camarero le trajo un té y un trozo de tarta de zanahoria. Yo no me atreví a pedir un segundo café. No sabía muy bien qué hacer. Si permanecer callado, si levantarme a la barra a pedir algo, empezar una conversación que se me antojaba difícil o, simplemente, levantarme e irme. Mientras barajaba todas estas posibilidades, ella dijo:

—Creo que es mejor que no me digas cómo te llamas. Yo ya te he puesto un nombre, pero no te lo voy a decir. Tampoco yo te voy a decir cómo me llamo. Es mejor así, ¿no crees?

—No sé —dije. Y me di cuenta al instante de que era lo mismo que había dicho en nuestra primera conversación. Debía creer que era imbécil.

—Pues ya te lo digo yo, es mejor así. No sé muy bien por qué, pero así es como lo siento.

Y se puso la mano en el corazón. Yo seguía callado, con las manos un poco sudorosas sobre los muslos.

—He estado pensando estos días en qué iba a contarte de mí. Como no quiero que empecemos a hablar cada uno de nuestra vida y que esto sea así cada domingo es mejor que hagamos un resumen ahora y luego podamos dedicarnos a otros temas más interesantes.

Parecía tener las cosas muy claras, como si hubiera estado pensando en ellas toda la semana. Yo también había estado cavilando, pero en otro sentido, quizá más básico.

Sin esperar a que yo dijera nada, me contó que estaba casada y que tenía dos hijos adolescentes que los domingos a esas horas o estaban durmiendo o estudiando si tenían examen. Que su marido aprovechaba para salir a montar en bici y ella para tener un rato para sí misma, porque durante la semana no hacía otra cosa que atender pacientes en su consulta. Era podóloga y trabajaba todo el día. No me dijo dónde ni si le gustaba su trabajo. Tampoco si estaba bien con su marido o si la relación con sus hijos era buena.

Cuando acabó su relato, se levantó, fue a la barra y volvió con un té y un café. El mío, justo como a mí me gustaba, descafeinado y con la leche muy caliente. Los dejó sobre la mesa, empezó a tomarse la tarta de zanahoria y me miró. Sin saber cómo me encontré contándole cómo era mi familia, lo que había estudiado y la muerte de mi padre, también que vivía con mi madre, que no me atrevía a decirle que no iba a misa los domingos por la mañana y que la hora de la comida de lunes a sábado, este rato del domingo y alguna quedada puntual con mi amigo se habían convertido en lo mejor de mi vida.

Cuando acabé, no me atreví ni a mirarla a la cara. Permanecí unos segundos con la vista fija en la taza de café, que se había quedado frío; luego levanté la cara y ella me miró profundamente. No sonreía ni fruncía el ceño, no parecía asombrada ni escandalizada. Tampoco horrorizada. Solo estaba ahí, sentada. No dijo nada acerca de lo que yo acababa de contar, debía considerar que cada uno habíamos hecho nuestra parte y a partir de entonces podíamos ponernos a hablar de cosas realmente interesantes, como si lo relatado por mí hubiera sido una sucesión de insulseces.

Así fue, más o menos. Ella hablaba mucho más que yo, y de muchas cosas; le gustaba divagar sobre lo que leía o escribía, o sobre cosas que le contaban los pacientes y que, por extraños motivos (a veces no llegaba a entenderla bien) le parecían sugerentes. A veces, sacaba su cuaderno, como para consultar algo, y enseguida iniciaba otro tema. Nunca llegué a ver qué tenía ahí escrito. No sé si eran palabras sueltas, o frases, o claves que la ayudaban a recordar asuntos sobre los que le gustaba hablar.

Esto fue así durante tres domingos. Al cuarto, me dijo:

—¿Te sigue interesando?

Esta vez no dije «no sé», sino que asentí con el corazón un poco acelerado. Pensé que se había olvidado del pequeño libro que había dado pie a nuestra primera conversación, aquella en la que quedé como un pazguato. Era un libro sobre el poder de la visualización. Yo no tenía nada claro de qué iba aquello, pero ella, que solía anticiparse a mis pensamientos, me aclaró:

—No es nada de lo que estás pensando. No es nada místico o misterioso, nada raro. Es solo aprender a trabajar con el cerebro para conseguir algo que tú quieres. A base de imaginarlo, verlo, creerlo, el cerebro llega un momento que no distingue si es realidad o ficción, y eso que está solo en tu mente, en tu imaginación, en tu pensamiento, se materializa de verdad.

No sabía muy qué decir. No me atrevía a expresarle que todo eso me parecía una tontería, un engaño, algo estúpido y desatinado. Fijé la vista en el pequeño libro e iba a esbozar una respuesta vaga cuando ella continuó:

—Y se me ha ocurrido, que, en vez de dejarlo solo en la mente, podemos probar a escribirlo, a modo de decreto. Bueno, yo ya lo he probado, a decir verdad. Llevo ensayando y practicando varios meses y tengo que reconocer que, en ocasiones, escribirlo me ha ayudado. Es como si un sueño, un propósito consiguieran hacerse reales más fácilmente cuando le pongo palabras y las escribo. —Hizo una pausa y siguió—: Como ya sé que tú no quieres saber nada de esto, que no te lo crees, se me ha ocurrido un juego: tú imaginas o piensas algo que quieras que se haga realidad y yo hago lo mismo. Pero para que tenga más gracia, tú lo harás pensando en algo para mí y yo para ti. Es como esos cuentos donde puedes inventar un final… ¡Ah! Y a mano, por favor, nada de ordenador. Y en tiempo presente, porque así es como si ya estuviera sucediendo.

—Pero…

—Ni pero ni nada. No seas soso, anda, ya verás cómo nos vamos a divertir.

—Sí, pero…

—Pero ¿qué?

—No sé si voy a ser capaz, apenas conozco nada de tu vida ni de lo que tú deseas o anhelas.

—Eso no importa lo más mínimo. Imagina, inventa, así te sacudes un poco la modorra mental que tienes y vuelves a escribir de nuevo.

—Visto así…

Quedamos en que el siguiente domingo nos entregaríamos lo que habíamos escrito para el otro. Yo estaba aterrorizado, la verdad. Esa mujer tenía tal ímpetu y las cosas tan claras que cuando estaba con ella todo me parecía más o menos normal, pero luego, en casa o en el trabajo, todo se tornaba una especie de locura. Sin embargo, tenía que reconocer que ella había irrumpido como un viento fresco en mi vida y me estaba despejando de la modorra mental a la que aludía.

Me pasé toda la semana inventando cosas para ella. Que dejaba a su marido, eso fue lo primero que se me ocurrió. No es que pensara en tener una relación con ella (todo era demasiado confuso), pero no me gustaba que estuviera casa con un aficionado al ciclismo, a pesar de que gracias a esta costumbre ella y yo nos habíamos conocido. O imaginaba que cambiaba de profesión y se convertía en una autora de éxito gracias a los textos que escribía las mañanas de domingo. O que un día se presentaba en la trastienda y allí, en un arrebato, hacíamos el amor entre libros haciendo mucho ruido. O que, de repente, se presentaba un domingo con unos billetes de avión para los dos a algún destino exótico como Islandia o las islas San Blas en Panamá.

—Cuida tus palabras.

Eso me había dicho.

—Las palabras se hacen realidad y cuando se hacen peticiones, sobre todo por escrito, hay que ser cuidadoso con las que se eligen para luego no protestar cuando se cumplen los sueños.

Yo no creía nada de lo que me decía, pero cuando estaba con ella no podía sustraerme a sus particularidades y entusiasmo, así que le dije:

—Descuida, así lo haré.

Y ahí estaba yo con la hoja en blanco tratando de poner palabras a mis deseos. El más persistente era el de que una mañana de lluvia ella aparecía en la librería con el pelo mojado, nos íbamos a trastienda y hacíamos el amor con frenesí. Pensé si esta palabra sería la adecuada para afirmar mi decreto: «frenesí», y creo que reflejaba exactamente lo que yo deseaba.

Es evidente que no iba a ser capaz de escribir algo así, no porque ella se fuera a escandalizar, ni mucho menos, sino porque como soy más bien cobarde no quería que, si eso se hacía realidad, supusiera un obstáculo o cambiara de alguna forma nuestros encuentros los domingos por la mañana en el café-librería, que, para mí, se habían convertido en lo mejor de la semana.

Después de escribir varios borradores y de tirarlos a la papelera, pensé en una solución fácil y muy acorde con mi forma de ser. Escribí en una hoja con mi mejor letra: «Que se cumpla lo que tú deseas». Era una manera elegante de desearle que ella lograra materializar lo que deseaba en su fuero interno fuera lo que fuera. Una especie de «metadeseo». Podía parecerle hasta gracioso o ingenioso. Guardé el papel en un sobre y lo puse encima de mi mesilla.

El domingo me desperté muy pronto, había tenido un sueño muy extraño donde se me caían los dientes y no podía hacer nada para evitarlo. La pesadilla aumentaba cuando quería hablar y no lo lograba porque el aire se escapaba entre los huecos dejados por los dientes caídos, que impedían que los sonidos saliesen correctamente al tiempo que se convertían en una especie de silbido o de llamada de auxilio.

Me di una ducha larga, para ver si el agua caliente lograba derretir el malestar de esta noche tan extraña. Antes de vestirme, con el albornoz puesto, cogí el sobre y lo abrí. Leí lo que había escrito: «Que se cumpla lo que tú deseas» y me pareció de lo más simple, infantil, cobarde y ridículo. ¿Cómo había podido llegar a pensar que aquello era ingenioso o divertido? ¿«Metadeseo»? Por dios, todo me resultaba patético en aquellos momentos, así que en un arrebato cogí un nuevo papel y escribí aquello que, sin ser lo que más deseaba, se acercaba mucho. Escogí bien las palabras, como ella había dicho, y escribí:

«Es martes por la mañana, el sol entra por el escaparate e ilumina los libros que hay expuestos. Entras sin hacer ruido, tienes el pelo mojado y huele todavía a champú de hierbabuena. Yo estoy en la trastienda y tú, sin decir nada, me acaricias la cara y, sonriendo, me muestras dos billetes de avión. Me dices que son para dentro de una semana. Tú y yo nos escapamos diez días a Tailandia. Yo sonrío y te abrazo por primera vez». Luego añadí esta posdata: «Mi deseo se detiene aquí, lo que pase en Tailandia prefiero dejarlo a merced del destino».

Metí el papel en el sobre sin revisarlo, me vestí y, después de desayunar con mi madre, me dirigí al café-librería. Ella no había llegado, así que me senté en la mesa del rincón, que estaba libre, y me tomé el café mientras la esperaba. Estaba tan nervioso que me empezó a doler la tripa y la cabeza y, por unos momentos, creí que me iba a dar un ataque de pánico o de ansiedad como los de antes. Me obligué a respirar mientras miraba las plantas del patio, levemente iluminadas en ese domingo de marzo. Al cabo de media hora, el camarero se acercó y puso sobre la mesita un sobre.

—Es para ti. Me dijo que esperara un rato para dártelo, cuando estuvieras más calmado. Disculpa —dijo, visiblemente apurado—. También me dijo que me dejaras lo tuyo.

Me quedé mirando unos segundos el rostro del chico, al que se notaba que todo aquello le estaba resultando un poco violento. Quería preguntarle muchas cosas. Por qué ella no estaba allí, como habíamos convenido, por qué le había dado el sobre a él para que me lo entregara, cuándo había pasado a dejárselo, si le había dado alguna explicación… El chico seguía de pie, mientras hacía que se secaba las manos en el delantal, y yo no conseguía articular palabra, como en el sueño donde se me caían los dientes. Saqué el sobre del bolsillo interior de la americana, se lo entregué, cogí el mío de la mesita y salí del local sin saber cómo.

Una mezcla de sensaciones y emociones hicieron que casi no pudiera respirar, así que me senté en uno de los bancos de una plaza cercana y esperé que aquel barullo de enfado, decepción y preocupación se fuera calmando un poco. Cuando logré volver a respirar con cierta normalidad,

lo único que quería era volver a entrar en el café para pedirle al chico que me devolviera el sobre, pero no me atrevía a hacerlo. Además, pensé que igual ya era tarde, lo mismo ella había llamado por teléfono al camarero y le había pedido que le leyera lo que yo había escrito. Unos segundos después, imaginé que le había pasado algo grave, que había tenido un accidente, que había muerto. Empecé a llorar. La sola idea de no volver a verla me resultaba insoportable.

Permanecí en el banco mucho tiempo sin darme cuenta de lo que ocurría a mi alrededor. Mi cabeza era una olla a presión donde los pensamientos saltaban unos sobre otros. Al final, extenuado, uno de estos pensamientos se impuso sobre los demás. Parecía decir: «Déjate de dramas. Ella solo quiere jugar. ¿Creías que todo iba a ser como tú pensabas? Solo es un juego».

Agarrado a esta idea, conseguí levantarme del banco y sin mirar la hora, pero sabiendo que era muy tarde, me encaminé hacia casa por primera vez sin el pollo con patatas y sin importarme la hora ni el hecho de tener que enfrentarme a mi madre.

Entré en casa. Me estaba esperando en el sofá. En silencio. Mi madre iba a empezar a hablar cuando me miró a los ojos y, por primera vez, pude ver en ellos una especie de lástima o de cariño hacia mí. No dijo nada, solo mantuvo esa mirada cargada de pena, no sé si por mí, por ella o por cómo había sido nuestra relación. Y con esa sensación me fui a mi cuarto y con manos temblorosas abrí su sobre. En una letra grande, redonda, ancha, había escrito:

«El tiempo pasa rápido. La vida se acelera. No te asustes, pero tu madre se muere. Pronto. Un día, cuando te quieres dar cuenta, es un martes por la mañana. Estás en la librería y hace un poco de sol. Una mujer que ya ha ido otras veces a comprar libros entra. Se quita la boina que lleva puesta y por primera vez te fijas en su hermosa melena pelirroja. Ella es una mujer importante para ti. Tú eres un hombre importante para ella. Vendes pronto y a buen precio el piso de tu madre y te vas a vivir al centro. Solo. Es pronto para que lo hagas con ella, aunque…».

Lo leí tantas veces para entender lo que ponía que acabé perdiendo el sentido de las palabras, como cuando a base de repetir una palabra muchas veces esta acaba por no significar nada. Al principio estaba tan enfadado que quise romper el papel en mil pedazos. Aquello no era nada de lo que yo quería. Aquello no era nada de lo que yo había imaginado que ella había imaginado para mí. Aquello no era más que otra broma de las suyas. Aquello confirmaba que, efectivamente, todo había sido un juego. Incluso ese final: «Es pronto para que lo hagas con ella, aunque…».

Los días siguientes inventé muchas continuaciones a ese «aunque…». …Aunque acabarás viviendo con ella. Aunque seguirás esperándome siempre. Aunque un día apareceré de nuevo. Aunque te darás cuenta de que la mujer pelirroja es la mujer de tu vida. Aunque…

Ahora, en mi nuevo piso del centro, miro desde mi butaca de mimbre (en honor a las felices mañanas de domingo que pasé en el café-librería) el libro donde tengo guardado el sobre desde entonces. No lo he vuelto a sacar ni a leer, aunque me sé el escrito de memoria.

En un rato he quedado para comer con una mujer pelirroja increíble que me mira con sus ojos marrones como si dentro mí descubriera cosas que ni yo mismo conozco. Con ella todo es fácil. Con ella he vuelto a respirar.

Sin embargo, algunos martes, cuando sale el sol, sigo mirando de reojo por el escaparate de la librería por si ella entra, con su pelo mojado oliendo a champú de hierbabuena.

 

 

 

 

 

 

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